Capítulo V: La leyenda Personal
“La leyenda personal es aquello que siempre deseaste hacer. Todas las personas, al comienzo de su juventud, saben cuál es su Leyenda Personal. En ese momento de la vida todo se ve claro, todo es posible y no tienen miedo de soñar y desear todo aquello que les gustaría hacer en sus vidas. No obstante, a medida que el tiempo va pasando, una misteriosa fuerza trata de convencerlas de que es imposible realizar su Leyenda Personal.
–Son fuerzas que parecen malas, pero en verdad están enseñando cómo realizar tu Leyenda Personal. Están preparando tu espíritu y tu voluntad, porque existe una gran verdad en este planeta: seas quien seas o hagas lo que hagas, cuando deseás con firmeza alguna cosa, es porque ese deseo nació en el alma del Universo. Es tu misión en la Tierra.”
“Cuanto más se aproxima uno al sueño, más se va convirtiendo la Leyenda Personal en la verdadera razón de vivir.”
Paulo Coelho, El alquimista
No quiero decir lo mucho que la vida me habla, porque después aparecen los profesionales del mate con la libretita y empiezan: “A ver... escucha voces... la vida le habla... ve señales por todas partes... mmm ajá... sígame contando...”
Pero tengo una teoría –que en varias ocasiones pude comprobar– y es que el mundo, tal como fue creado, ya nos dio todo lo que necesitamos. Nacemos con un propósito y una habilidad única que vinimos a desarrollar, y la vida siempre, pero siempre, te da las herramientas que necesitás para cumplirlo.
Desde chica creí que los niños nacían con la verdad que necesitan conocer. La confianza que tenía en mí y en todo lo que creía era a prueba de adultos. Supongo que por eso nunca temí desafiarlos. No voy a negar que, cuando me tocó estar de este lado, muchas veces olvidé esas verdades y sentí que la vida me dejaba en banda. Pero cuando miro para atrás, veo que nada de lo que estaba ahí era casual. Y como ni en los momentos más difíciles dejé que se corrompieran mis valores, la lealtad a “mi pequeña yo”, no sin esfuerzo, logró conservar su esencia intacta.
Como nada de lo que ocurre es casual, ni las cosas son “así” desde que el mundo es mundo, es imprescindible conocer la historia: saber cómo eran las cosas antes del presente que hoy tenemos y comprender el funcionamiento biológico del ser humano para entender por qué se comporta como lo hace.
Si bien se trabaja en eso —más allá de los proyectos genéticos, la inteligencia artificial, el control de la natalidad, sus zonas oscuras y todo lo que desconozco— todavía no pueden hacer nada para modificar las verdades con las que nace el ser humano en su estado más natural. Verdades que, sin embargo, pretenden ser anuladas en el proceso de normalización para convertirnos en lo que la sociedad dominante necesita que seamos.
Con el tiempo, nos van llenando de etiquetas, costumbres y prejuicios, y así vamos olvidando todas esas verdades. Y así como, al olvidar la historia, se nos vuelve imposible comprender el presente como una consecuencia —y no como algo que simplemente “es”—, olvidar nuestra verdad implica abandonar el verdadero SER, lo cual nos aleja de nuestra realización.
Por eso es tan importante conocer y asumir nuestra historia personal y social: entender por qué somos lo que somos y qué necesitamos cambiar para poder ser lo que queremos ser.
En un principio eran los cielos y la tierra. Yo creo que Dios tendría que haber dejado al hombre para el lunes, porque cuando lo creó ya estaba cansado y dijo: “mah, sí… es lo que hay”.
Tengo mi propio concepto de Dios. Quizás no del todo mío, porque parte de la idea surge de la metafísica aristotélica sobre el cambio, que plantea que toda sustancia es un ser en acto, y que dentro de sí misma encierra la potencia de lo que puede llegar a ser. Por ejemplo, una semilla es semilla en acto y árbol en potencia. Yo considero que un ser humano es hombre en acto y Dios en potencia. Esta idea no contradice lo que dice el Génesis —que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza— ni tampoco entra en conflicto con mi visión filosófica, que no es compatible con un dogma.
Mi conclusión surgió como una síntesis de muchas cosas, mientras miraba el patrón de una tela de araña en un video sobre geometría sagrada. Ahí apareció la conexión con el principio hermético de polaridad, que dice que todo tiene dos polos: los opuestos son iguales en naturaleza pero diferentes en grado. Y que todo lo que existe es energía en distintas frecuencias vibratorias.
Desde esta mirada, el cuerpo es materia densa sobre la que necesitamos trabajar para expandir nuestros cuerpos no materiales. A medida que estos evolucionan, su frecuencia aumenta, y cuanto más alta es, más se acercan a la perfección, a ese Todo que es Dios. El núcleo de la vida.
En este concepto de Dios, cobra sentido pensar que cada ser humano tiene una pieza del rompecabezas, y que la única forma de armarlo es entre todos. Si observamos la naturaleza, todo funciona con una perfección sorprendente. Los ecosistemas —sin intervención humana, claro— operan de forma armónica, al igual que cada órgano del cuerpo cumple su función en coordinación con el resto. Y si algo falla por demasiado tiempo, el sistema entero colapsa.
Incluso cuando el ser humano diseña una máquina, cada pieza tiene una razón de ser. Hay coherencia. Pero, por alguna razón, en su interacción social, esa coherencia con el todo se pierde.
Volviendo al cuerpo físico, que es el vehículo que tenemos para hacer este viaje, si comprendemos cómo funciona el cerebro reptiliano —encargado de las funciones instintivas y emocionales— podemos entender por qué somos como somos. Más aún si consideramos que los mensajes persuasivos actúan directamente sobre esta parte del cerebro. Al menos eso dicen, no soy experta, pero tiene mucho sentido.
Lo que no tiene sentido es que, contando con otras zonas cerebrales capaces de procesar información más compleja y sacar conclusiones, sigamos atentando contra nuestra propia naturaleza. Pero para no perder el hilo, ese tema lo dejo para el próximo capítulo.
Se suele definir el progreso como una mejora o avance que experimenta una persona o una cosa hacia un estado mejor, más desarrollado o más avanzado. Y recién le mandé a Oxford Languages que esa definición es incorrecta. Porque, sinceramente, considerar progreso a lo que se impulsó con riquezas obtenidas a través de saqueos y conquistas, y se escribió con sangre humana, me parece como mínimo incompleto. No puede hablarse de un estado mejor sin mencionar los daños colaterales o sin advertir que, en nombre del progreso, muchas veces se aplicó la idea de que el fin justifica los medios.
Obviamente, en un mundo de emprendedores natos no habría quien se someta a lamerle la bota a alguien que tiene la panza tan llena que ya ni se puede agachar. Y eso, a quienes lideran —no por líderes, sino por conveniencia e inteligencia estratégica— claramente no les conviene.
Si vamos a ver lo que se entiende por inteligencia: “Facultad de la mente que permite aprender, entender, razonar, tomar decisiones y formarse una idea determinada de la realidad”, no termino de entender cómo es que hay tantos coeficientes intelectuales altísimos trabajando para hacer habitable otro planeta en lugar de preservar la vida en este.
Evidentemente tenemos perspectivas diferentes acerca de la realidad. Incluso sobre lo que significa la inteligencia. Porque… ¿en qué cabeza cabe que estamos viviendo en un planeta descartable?
Retomando el cuentito de San Agustín que mencioné en el prólogo, creo que lo único que nunca cambió a lo largo de la historia es la incapacidad del ser humano para aplicar el conocimiento que adquiere.
Hubo un tiempo, antes de las formas actuales de organización social, en que la Iglesia recibía generosas dotes por parte de los reyes para convencer al pueblo de que, por voluntad divina, ellos ejercían el poder y eran los legítimos dueños de todas las riquezas. Por esa misma lógica celestial, el pobre estaba condenado a sufrir y a permanecer pobre… pero tranquilo, porque en compensación iba a poder gozar de la gloria del Reino de los Cielos.
A medida que las formas de gobierno fueron cambiando y creció la burocracia, ya eran demasiados los interesados en repartirse la torta, y el poder de la Iglesia comenzó a perder peso.
Y como consideraban que el pueblo era lo suficientemente ingenuo como para haberse creído semejante cuento, la excluyeron. Desde entonces, para mantenernos “entretenidos” y hacernos creer que ahora sí somos inteligentes, ya no nos cuentan un solo relato… nos cuentan varios, por si acaso. Y mientras nosotros debatimos entre nosotros cuál es el verdadero, ellos siguen cumpliendo sus metas.
Estas nuevas formas de gobierno necesitaban decidir en qué idioma iban a contarnos sus versiones del cuento. Entonces, entre peleas y conquistas, fueron apropiándose de territorios. Alguien —algún genio del trazo— fue dibujando las líneas de puntos que hoy vemos en el mapa. Y como ya conocían bastante bien la naturaleza humana, especialmente nuestra necesidad biológica de protección y pertenencia, crear el concepto de “Nación” fue soplar y hacer botellas.
Hoy, aunque se te llenen los ojos de lágrimas cuando escuchás el himno o te emociones al encontrarte con un par tuyo en otro país, es importante recordar que eso no surgió por amor a las raíces. Fue una construcción estratégica para someternos y dominarnos.
A la Iglesia Católica no le importaron las raíces de los moros en España, ni la cultura indígena en América, ni a los británicos o a los gringos del norte les conmovieron los pueblos originarios que habitaban esos territorios.
Y cuando escucho ciertas discusiones nacionalistas, francamente me pregunto: ¿qué están defendiendo? ¿Ideas auténticas? Porque los que discutimos... no pintamos nada.
Nada de lo que consideramos “natural” lo es en realidad: ni el mundo tal como creemos que es, ni cómo se construyen las verdades, ni los conceptos que nos venden, ni la intención con la que se usan las palabras.
Nos hacen olvidar quiénes somos y por qué estamos acá.
Suena perverso, lo sé. Pero si no despertamos, no sé cuántos de nosotros va a poder pagarse el viaje a Marte.
La vida tiene muchas maneras de mostrarnos lo que necesitamos saber. A veces, solo hace falta prestar verdadera atención a lo que sucede a nuestro alrededor. No es cierto que solo se aprenda a través del sufrimiento —aunque sí es verdad que es cuando las cosas se ponen difíciles que solemos hacer más preguntas, mirar más a fondo. Es raro que alguien se detenga a cuestionarse cuando todo va bien. Como si así tuviera que ser, por derecho divino.
Pero hay veces en que la vida te saca del modo automático, te interrumpe el ritmo para mostrarte algo. Y eso es lo que me fascina de lo disruptivo, incluso en la lectura: que rompe la inercia, el sopor de la rutina, y te permite ver esos detalles mágicos, esas señales que siempre están ahí, aunque no las registremos.
Hace 25 años viví una experiencia breve que, sin embargo, me dejó una enseñanza enorme. Me mostró por primera vez que somos compañeros de ruta, incluso cuando creemos que viajamos solos, y me enseñó lo fácil que puede ser marcar la diferencia.
Fue una mañana cualquiera, yo era apenas una adolescente. Subí al colectivo como todos los días, con cara de nada o de fastidio, no me acuerdo. Lo distinto fue que el chofer me recibió con una sonrisa y un “buen día” que desentonaba con la hora. Le devolví el saludo por cortesía, y seguro pensé algo como: ¿Qué tan buen día puede tener alguien a las 7 de la mañana?
Pero lo sorprendente fue que no fue solo conmigo. A cada pasajero que subía, ese hombre le ofrecía la misma bienvenida. Y no solo eso: durante el trayecto nos fue contando anécdotas del barrio, detalles de los edificios, historias de esas calles que todos pisábamos a diario, pero que pocos parecíamos mirar de verdad. Se volvió un guía turístico espontáneo en medio de la ciudad aún medio dormida.
Al principio no me animé a mirar las caras de los demás. Pero con el correr de las cuadras, las miradas cómplices y las sonrisas ajenas me confirmaron que no era la única que se había contagiado de esa extraña alegría.
Había algo distinto en ese viaje. No se notaba esa tensión típica de la hora pico, ni los cuerpos rígidos tratando de evitar el roce con el de al lado. Ese desconocido había logrado hacerme sonreír a las 7 de la mañana. Y para una adolescente enojada con la vida, no era poca cosa.
Faltaban las palmeras, pero llegué a destino distendida como si hubiese estado en un tour de vacaciones. Pasé toda la mañana pensando en ese hombre de unos sesenta años, tal vez más, que probablemente llevaba décadas repitiendo el mismo recorrido. Y sin embargo, tenía la capacidad —o mejor dicho, la decisión— de ponerle entusiasmo. Solo con un saludo y un gesto fuera de lo común, había transformado una rutina gris en algo que se parecía mucho a un pequeño milagro cotidiano.
Con el tiempo, cambié de barrio, de recorrido, de vida. Lo único que quedó de ese día fue una costumbre que adopté casi sin darme cuenta: la de saludar al chofer al subir al colectivo. Pero había olvidado lo más importante: que una actitud fuera de contexto, inesperada, puede generar un cambio real.
Un cambio que se contagia. Que crea vínculo. Que rompe la rutina.
En un principio creí haberme llevado esta lección, sin embargo pasé más de media vida peleando contra el sistema, contra lo que en teoría el sistema significaba para mí. Años después, leyendo un libro que no recuerdo, encontré una anécdota similar a la que viví en aquel colectivo. Por un instante dudé si mi memoria me estaba jugando una mala pasada, si acaso no la habría leído antes y la había hecho mía. Pero no. Yo estuve ahí. Lo sé porque desde aquel día —mucho antes de haber leído ese libro— empecé a intuir algo que nunca dejé de preguntarme: la manera en que todo está conectado, cómo un gesto mínimo puede alterar la energía de muchas personas, y cómo a veces basta una chispa para recordarnos que formamos parte de algo más grande.
Hoy, aun sabiendo que hay mucho por cambiar y que no todo depende de la buena voluntad, entiendo que el sistema no es una entidad abstracta contra la que se pelea, sino un conjunto de personas interactuando, repitiendo roles, intentando encajar. Y que en gran parte es el trabajo lo que nos conecta. Si, como aquel chofer, cada uno hiciera lo que sabe hacer con alegría, presencia y entrega, ni una adolescente peleada con la vida podría resistirse a eso.
¡Stop! Pasaron 25 años de aquel viaje. Un viaje que hacía todos los días, desde donde vivía en el barrio de Almagro hasta donde estudiaba en ATC. No recuerdo la calle exacta donde tomaba el colectivo, ni la línea. Pero ese hombre —si aún vive— no tiene idea de que alguien se acuerda de él. Ni de que su pequeña acción dejó una huella profunda en mi mundo.
Quizá no se trate de lo que hacés, sino de cómo lo hacés. Tal vez no se trate de entenderlo todo, sino de comprobarlo. Porque cuando algo empieza a cambiar por dentro, la realidad también cambia por fuera. A veces hay que dejar de pensar tanto en cómo es el otro, y simplemente tomar la iniciativa. Hacer la diferencia.
Y ahí, justo ahí, empieza a revelarse la leyenda personal: cuando sin saberlo, te transformás en parte del viaje de alguien más.

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