La Patria no nos pertenece... nosotros le pertenecemos a ella


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Fragmento del episodio piloto de la serie "The Newsroom" (2012)
🎬 Creada por Aaron Sorkin

Me encantó el video, sobre todo por la valentía de atreverse a decir algo así… Aunque es ficción, hay personas que piensan igual, y un guionista detrás que quiso exponerlo. Con la información limitada que manejo, y considerando que culturalmente Estados Unidos es uno de los lugares más expuestos —y por eso más fáciles de observar—, me animo a decir que es uno de los más adoctrinados del mundo. El nivel de patriotismo que manejan es, sinceramente, un lavado de cabeza digno de temer. Es tan efectivo como contagioso.

No podría culparlos. Son admirados y despreciados al mismo tiempo. A mí me han llegado a llamar imperialista solo por decir que me gusta la música country… una idiotez. Es curioso lo rápido que las personas colocan etiquetas, sin darse cuenta de que, al hacerlo, lo único que logran es limitar su entendimiento del mundo.

Un ciudadano estadounidense no es menos víctima del sistema que un argentino o un español. Yo diría que incluso lo es más. Porque, en definitiva, no hicieron más que creerse el mismo cuento que nos creímos todos —aunque en otra versión, con otros colores y otra bandera—. Juzgarlos por eso, desde afuera, es bastante ingenuo.

Si ampliamos un poco la mirada, todos fuimos víctimas, en mayor o menor medida, del discurso que nos rodeó mientras crecíamos. Pero cuando llegamos a la adultez, esa ya no es excusa. Tenemos la responsabilidad —y el deber— de revisar esos discursos, cuestionarlos y ver cuán coherentes (o cuán delirantes) son realmente.

No creo que quejarse sin proponer soluciones nos lleve a ningún lugar distinto. Pero también es cierto que hay cosas que dependen de mí y cosas que no. En mi vida personal, si algo no funciona, puedo detenerme, revisarlo y decidir un cambio. En un grupo, ya empieza a depender de las mentalidades con las que estás lidiando, de cuánto se permite el diálogo, el cuestionamiento, la incomodidad.

Pero cuando hablamos del sistema, el asunto se vuelve más complejo. Es un entramado tan profundo que lo “normal y aceptado” muchas veces es justamente lo que está roto. Y lo más paradójico: a quienes creen que las cosas deberían funcionar de otro modo, se les suele ver como los que tienen el problema.

Sin embargo, también he comprobado que existen subsistemas que sí funcionan —personas que no solo resuelven un problema, sino que lo hacen sin generar otro a cambio—, pero admito que no es lo habitual.

¿Cómo se puede defender la normalidad cuando lo normal está claramente fallando?

Por eso, lo primero que tenemos que revisar, cada vez que algo no funciona, es la creencia desde la que estamos partiendo. Porque muchas veces el verdadero obstáculo no está en el afuera, sino en lo que damos por hecho sin darnos cuenta.

Dada la falta de respuesta a mi reclamo formal por la vía diplomática, me toca pasar a la segunda instancia. ¿Qué pasa en el mundo macro cuando la diplomacia no funciona? Se declara la guerra.

A mí me gustan los escraches. Exponer a quien hace las cosas mal…

No porque resuelvan mágicamente los problemas —sabemos bien quién tiene siempre la última palabra—, sino porque al menos ponen toda la mierda sobre la mesa. Visibilizan lo que muchas veces se barre bajo la alfombra.

Y sobre todo, porque el silencio —el “dejá, no vale la pena”, el “no te hagas mala sangre”, el “las cosas siempre fueron así”— no es neutral.

Ese silencio legitima, perpetúa, y nos vuelve cómplices de lo que está mal.

Yo, al menos, no quiero ser parte de esa complicidad.

Como decía Martin Luther King, los opresores no serían tan fuertes si no hubiera tantos cómplices entre los oprimidos.

Y a veces, basta con tolerar y guardar silencio para volverse uno de ellos.

Los ciudadanos pagamos consecuencias reales cuando no cumplimos con nuestras obligaciones.

Pero cuando no se cumplen nuestros derechos… no pasa absolutamente nada.

Me gusta el dulce de leche, el mate y el asado. Quizás sea un poco ingenua, todavía creo en Papá Noel y también en un mundo mejor. Pero no me creo el cuentito de la patria.

El relato de la madre patria ni siquiera es original: es una adaptación del viejo cuento del dios padre que castiga a inocentes con plagas y diluvios, que pone en el poder al rey para cobrar impuestos y vende la promesa del reino de los cielos como recompensa por soportar injusticias terrenales.

Hoy seguimos pagando por vivir en esta tierra. Cumplimos con nuestras obligaciones y sobrevivimos con lo que queda. Y si al Estado le parece que es mucho, te revisa las cuentas a fin de año y te cobra un extra para llenar el arca. ¿A quién se le ocurrió un nombre tan apropiado?

Pero la realidad es que seguimos siendo vasallos.

Que los derechos son, en la práctica, como acciones en una empresa: cuanto más capital tenés, más derechos te corresponden.

Y eso, en este sistema, es lo que valés como ciudadano.

Que la propiedad privada es un concepto que se aplica solo entre vecinos, porque en el fondo nada te pertenece del todo.

Comprás un terreno, pero pagás renta por tenerlo.

Construís tu casa, pero pagás tasas municipales para habitarla.

Tenés un auto, pero pagás patente para circular.

Pagás para mantener servicios, para renovar licencias, para registrar lo que ya es tuyo, para poder seguir usándolo.

La propiedad no es realmente tuya. Es una tenencia condicionada.

Podés tener cosas, pero siempre bajo la autorización del Estado.

Y si no pagás, te lo quitan o te sancionan.

Y aunque los impuestos se hayan naturalizado durante siglos, no dejan de ser un robo legal. Dicen que vuelven a nosotros, pero la realidad está a la vista: niños, familias y ancianos durmiendo en la calle, personas que no tienen para comer, gente que no llega a fin de mes… y muchos que tienen que volverse creativos para lograrlo.

Y lo más increíble: eso no parece ser problema de nadie. Si ellos no se preocupan por cómo administramos nuestra casa, ¿por qué deberíamos preocuparnos por cómo administran un país? Que generen sus propios recursos, en lugar de vivir a costa de los nuestros. Si en definitiva ellos eligieron estar ahí...

Ellos nos venden valores abstractos: la patria, el deber, el orgullo nacional, la supuesta libertad … Y nosotros pagamos con recursos concretos: dinero, y nuestra vida misma a su servicio.

Es algo así como si te cobraran en un restaurante por pasar a oler la comida y encima te hicieran lavar los platos.

La verdad es que, aunque nos hayan adoctrinado desde pequeños en el sentimiento de pertenencia, la patria no nos pertenece.

Nosotros le pertenecemos a ella.

Fíjense que, aunque cambien los administradores del poder —unos con discursos progresistas, otros más conservadores— todos coinciden en algo: en la idea de patria.

Ese concepto es la base, el pilar emocional que sostiene todo lo demás.

Porque una vez que te convencen de que la patria existe, de que le debés algo, entonces todo lo que te exigen en su nombre parece válido.

Y lo más perverso es que no hace falta que nadie te someta por la fuerza.

La dominación —a mayor escala el poder “democrático” a menor escala una relación de pareja — no se impone solamente porque alguien decide someterte arbitrariamente, funciona porque quien se somete, cree que las razones para hacerlo son válidas.

Quizás en Argentina todavía nos perdonan la vida.

Pero no olvidemos que en el mundo todavía existen las guerras.

Y hay personas que defienden —con orgullo, incluso con emoción— el "honor" de morir por su patria.

Ponen ese valor por delante de su familia, de su propia vida, y a eso se le llama ser un héroe.

Van a morir por intereses que ni siquiera les pertenecen.

Y aun así, el relato funciona: el relato de que morir por la patria es noble, justo y valiente.

El relato que sostiene al poder y al dominio sin necesidad de preguntas.

Y no es solo el relato. En muchos países todavía hoy, si te negás a “defender” a la patria, el Estado tiene el poder —y la legalidad— para encarcelarte, torturarte o incluso matarte.

Te puede condenar por traición, por deserción, por negarte a matar en nombre de algo que ni siquiera elegiste.

Ese es el nivel de control que puede alcanzar una idea cuando se la convierte en sagrada.

Una patria no se cuestiona. Se acata.

Vaya madre la que nos tocó…

Porque esas guerras poco tienen que ver con el amor por la patria: son parte de un sistema mayor que mueve intereses económicos y políticos, muchas veces vinculados al capitalismo global que busca perpetuar privilegios y controlar recursos. 

Y quiero dejar algo claro —porque en este mundo de extremos, si no es blanco, es negro—:

Cuestionar las ideas predominantes en el sistema capitalista no es lo mismo que defender el comunismo.

Todo lo contrario.

Tengo guardadas en mis favoritos varias casas que valen millones de euros frente al Mediterráneo.

Y soy tan positiva que ni siquiera me preocupa si algún día voy a tener el dinero para comprarlas.

Lo que me preocupa, honestamente, es si voy a animarme a vivir sola en una casa tan grande. Me gusta la buena vida y los perfumes caros y creo firmemente que todo lo tuyo es tuyo y todo lo mío es mío. Y que sin letra pequeña ese es el verdadero significado de propiedad privada. Como mis pantuflas o mi taza que dice mamá. Pero sobre todo el fruto de mi trabajo y mi vida.

Sé que muchas de estas ideas pueden no ser bien recibidas.

No es fácil cuestionar lo que sentimos como propio. Mucho menos cuando nos enseñaron que eso que sentimos es parte de nuestra identidad y es sagrado.

Pero siempre elegí la verdad por sobre la aceptación.

Y sé lo que cuesta soltar una creencia bien introyectada. Una que repetimos casi sin pensar.

Porque para la mayoría, los valores son reales.

Pero no lo son para quienes te convencen, a través de esos mismos valores, que tenés que pagar con tu dinero, tu tiempo, tu salud o tu libertad para demostrar que los tenés.

A veces no se trata de grandes teorías ni de luchas épicas.

A veces se trata de ver cómo funcionan las cosas en lo cotidiano, y de decidir si elegimos ser parte del problema o de la solución.

 Porque si algún día —utópicamente hablando— alguien intentara hacer justicia y dividiera el mundo entre quienes hacen las cosas bien y quienes hacen las cosas mal… ¿Quién elegiría conscientemente vivir del lado del caos?


El problema es que, para habitar ese mundo donde las cosas se hacen bien, cada uno tiene que hacer bien su parte… y dejar de tolerar lo que está mal. Si justificamos lo injustificable o normalizamos lo inaceptable, entonces merecemos vivir en el caos.

Es así de simple. Y no necesitamos que el mundo se divida para empezar a hacerlo.

 No soy tan ilusa como para creer que exponer a quienes hacen mal las cosas vaya a transformar el sistema. Pero sí creo que revisar nuestras creencias puede cambiar mucho. En nuestra vida personal y en la manera en que nos relacionamos con el todo que compartimos.

 

Porque cuando entendemos que todos somos víctimas del mismo juego, desaparecen las fronteras: estamos en el mismo barco. Y si logramos ver con claridad la intención detrás de los discursos a los que nos enfrentamos, quizá no logremos cambiarlos de inmediato…

 …pero al menos ya no nos dividirán.


Y eso es importante. Pero aún más importante es hacernos cargo. Porque si en lugar de cuestionar elegimos ampararnos bajo la excusa de que “el sistema funciona así”, entonces somos parte del problema. Más que víctimas, somos responsables de que siga funcionando así.

 

El verdadero cambio empieza cuando dejamos de mirar hacia otro lado…

y empezamos a preguntarnos qué parte de eso depende de nosotros.

 

Después de todo, en un barco hay más marineros que capitanes.

Y si el que lleva el timón insiste en conducirnos a un puerto inseguro,

y todos estamos convencidos de que no hay razones válidas para justificar que las cosas funcionen mal,

de que ninguna vida vale menos que un interés,

y de que nadie que te falte el respeto merece recibirlo…

 

…entonces quizá no sea tan descabellado tirar el capitan a los tiburones.

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