Capitulo VI: Los mitos y los miedos. 1° parte
“No es el crítico quien cuenta, ni el que señala con el dedo al hombre fuerte cuando tropieza, o el que indica en qué cuestiones quien hace las cosas podría haberlas hecho mejor. El mérito recae exclusivamente en el hombre que se halla en la arena, aquel cuyo rostro está manchado de polvo, sudor y sangre, el que lucha con valentía, el que se equivoca y falla el golpe una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error y sin limitaciones.El que cuenta es el que de hecho lucha por llevar a cabo las acciones, el que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones, el que agota sus fuerzas en defensa de una causa noble, el que, si tiene suerte, saborea el triunfo de los grandes logros y si no la tiene y falla, fracasa al menos atreviéndose al mayor riesgo, de modo que nunca ocupará el lugar reservado a esas almas frías y tímidas que ignoran tanto la victoria como la derrota”.
—Fragmento del discurso de Theodore Roosevelt, “La ciudadanía en una república”, pronunciado en La Sorbona, París, el 23 de abril de 1910.
Entiendo que en esas palabras queda implícito algo universal: que en otro país, en otro idioma y en otro tiempo, también existía ese tipo de personas, vulgarmente llamados “mala leche” o “pincha globo”. Y aunque el deporte suele ser el ejemplo más gráfico, no es el único escenario donde alguien, desde la comodidad de un sillón, insulta al que se la está jugando en la cancha.
Pero esta vez no quiero detenerme a pelear ni a usar la ironía con quienes, en algún momento, supieron meter el dedo en la llaga. Hoy prefiero buscar el punto en común. Porque, en el fondo, aunque se manifieste de formas distintas, lo que dispara un comentario desafortunado hacia los sueños de otro… es el miedo.
Y si no soy capaz de aceptar que estamos todos parados sobre el mismo motor, solo porque el otro no lo expresa como yo, quizás no merezca sanarme. Porque sanar de verdad también es poder mirar con compasión al que no supo hacerlo mejor.
Conozco el miedo en primera persona. Lo conozco porque no nació conmigo. Conocí a la persona que fui antes de volvernos inseparables… y no es la misma. Más allá de dónde esté puesto el foco o qué razones provocaron ese cambio, el miedo es esa incógnita —la “X”— que ocupa el lugar de todas las excusas. Y cuando te das cuenta de todo lo que no hiciste por culpa de ese amigo imaginario, la sensación es frustrante. Más aún cuando mirás hacia atrás, catorce años después, y te preguntás cómo sería tu vida si ese factor “Y” nunca hubiese existido.
No sé si cambia algo asumirlo. En definitiva, el resultado es el mismo: no hacés eso que querés hacer, simplemente porque el resultado escapa a tu control. Da igual si te enojás y culpás a otra causa, o si tenés claro que lo que te frena es el miedo. Pero cuando lo ves con claridad —cuando dejás de disfrazarlo de prudencia, de lógica, o de sentido común—, algo cambia por dentro. Porque entonces ya no podés seguir mintiéndote. Y ahí aparece la diferencia —y no es poca cosa—: ahora sé contra qué estoy peleando. Y si consigo dominar eso que no es real, que solo vive en mi cabeza, estoy a un paso de cruzar el puente. Incluso sabiendo que del otro lado habrá otro miedo, otro puente, otro desafío.
Y para cruzar cada uno de esos puentes, hay que empezar por lo más básico.
El primer paso es tomar consciencia del problema. Reconocer la herida. Los condicionamientos. Las presiones invisibles que nos empujan a hacer lo que no nos gusta, o a evitar lo que sí. Ese es el punto de partida.
El miedo es una emoción inherente al ser humano. Desde siempre, ha sido una respuesta natural del instinto de supervivencia: nos pone en alerta frente a un peligro real y nos protege. El problema comienza cuando esa alerta se vuelve constante. Ahí deja de ser una defensa útil y se convierte en una limitación que nos impide fluir con la vida y tomar lo que tiene para ofrecernos.
Hoy no nos cruzamos con un tigre en el supermercado. Los pensamientos que disparan el miedo son otros. A diferencia de los animales, que solo temen ante un peligro real, el cerebro humano no distingue entre lo real y lo imaginado. Basta con pensar en algo para que el cuerpo reaccione como si estuviera sucediendo: podemos llorar, enojarnos, sentir miedo o euforia, aunque afuera no pase nada.
Tal vez porque nunca salí de la etapa de los “por qué” y me gusta mirar los temas desde distintos ángulos, noté que frente a la acción hay personas con distintos comportamientos:
—Las que realmente creen que no se puede.
—Las que saben que podrían, pero temen las consecuencias y quieren actuar con garantías.
—Las que te desalientan, no porque crean que es imposible, sino porque si vos lo lográs, las obliga a enfrentarse a su propia inacción.
—Las que solo te alientan si a ellas les va bien.
—Y, por último, las pocas —más vistas en la ficción que en la vida real— que te alientan de corazón y, si pueden, te dan una mano.
Menos en este último grupo, el motor de todas es el mismo: el miedo.
El cerebro es una máquina que busca eficiencia. Recibe estímulos, detecta patrones y automatiza respuestas. Si tuviera que pensar cada vez cómo caminar o vestirse, viviríamos agotados. Por eso, una vez que algo se repite, el cerebro lo guarda como una rutina. El problema es que no discrimina. Guarda igual una forma de caminar que una experiencia traumática. Y desde ese archivo, reaccionamos.
Así, ante un estímulo que nos recuerda una vieja herida, el cuerpo responde como si estuviera pasando de nuevo. Eso no significa que no se pueda cambiar. Podemos editar el archivo. Pero para eso hay que hacer consciente lo que sentimos, buscar el origen y dejar de justificarnos. La situación es la que es. El juicio que hacemos sobre ella es nuestro.
Como todo hábito, modificar esa reacción requiere práctica. Al principio tropezás, como un niño que aprende a caminar. Pero ninguno deja de intentarlo. No es fácil. Por un lado, porque el cuerpo se vuelve adicto a las emociones que genera el pensamiento repetido. Por otro, porque resistimos el cambio: lo nuevo implica incertidumbre, y lo desconocido nos da miedo.
El cerebro no juzga. Solo procesa. La interpretación la hacemos nosotros. Las emociones nacen de lo que pensamos. Si veo un perro suelto, pienso que puede morderme, siento miedo y el cuerpo reacciona. Si luego el perro me lame la mano, cambia mi percepción. Pero como viví la experiencia y un perro me mordió, esa escena quedó grabada. Por eso, aunque hoy sepa que la mayoría no muerde, sigo sintiendo lo mismo cada vez que un perro se me acerca.
Mientras tanto, mi hijo —al que me cansé de decirle que no metiera la mano en las rejas— acaricia cada perro que se cruza como si nada. Porque nunca le pasó. Porque no tiene ese archivo.
Las experiencias son infinitas. Y las formas de reaccionar también.
Por eso es tan importante revisar qué programaciones seguimos obedeciendo sin darnos cuenta, y cómo esas creencias heredadas nos mantienen atrapados en patrones que repetimos una y otra vez.
1. Las Creencias que Nos Programan
Desde pequeños absorbemos creencias, mandatos y modelos que nos dicen cómo debemos ser, comportarnos o incluso qué merecemos. Lo hacemos sin cuestionar, porque en la infancia no tenemos las herramientas para hacerlo. Así, terminamos adaptándonos a un ideal impuesto, alejándonos de quienes realmente somos o hubiéramos querido ser.
Estas ideas no solo afectan cómo nos vemos, sino también cómo interpretamos lo que otros hacen o dicen. Filtramos la realidad a través de códigos aprendidos —familiares, culturales, incluso inconscientes— y eso condiciona nuestras relaciones, decisiones y reacciones. Repetimos sin darnos cuenta, esperando que las cosas cambien afuera, sin revisar lo que llevamos dentro.
2. El Ciclo que se Repite
A menudo sentimos que vivimos las mismas situaciones una y otra vez: conflictos similares, decepciones repetidas, elecciones que nos llevan a los mismos lugares. Pensamos que es mala suerte o destino. Pero en realidad, estamos reaccionando desde los mismos patrones de siempre, guiados por creencias que nunca cuestionamos.
No es magia, es repetición. Y no es destino, es consecuencia. Mientras sigamos actuando igual, obtendremos los mismos resultados. Romper ese ciclo implica reconocer que lo que hoy llamamos “problema” fue una decisión que en su momento hicimos en automático. No podemos cambiar el pasado, pero sí aprender de él. El cambio empieza en el presente.
3. Salir del Automático
Saber que podemos cambiar no significa que sea fácil. Lo conocido, aunque limitante, da seguridad. Lo nuevo da miedo. Por eso seguimos eligiendo lo que ya conocemos. Nos cuesta salir de esa zona donde todo parece bajo control, aunque no estemos satisfechos.
Cambiar requiere incomodidad, coraje y práctica. No alcanza con pensarlo: hay que actuar distinto, aún cuando nos cueste. Requiere revisar nuestras ideas asumidas como verdades, animarnos a desaprender, y elegir respuestas más coherentes con lo que realmente queremos.
4. El Ruido que Nos Desconecta
En un mundo saturado de estímulos, nos cuesta escuchar nuestra propia voz. Todo afuera grita: lo que se espera de nosotros, lo que está de moda, lo que “deberíamos” hacer o ser. Pero cuanto más ruido hay, más nos desconectamos de lo que sentimos, más difícil se vuelve elegir con libertad.
Vivimos reaccionando. Miramos hacia afuera esperando encontrar respuestas que solo pueden venir desde adentro. Sin espacio para el silencio o la introspección, seguimos funcionando en piloto automático, atrapados en comportamientos que ya no nos representan.
5. El Poder de Redefinirnos
La transformación comienza cuando nos detenemos a observar con honestidad cómo venimos viviendo. ¿Lo que hacemos nos representa? ¿Lo que creemos es realmente nuestro? El cambio no requiere perfección, sino decisión. Requiere cuestionar lo que dimos por hecho, incluso si nos lo enseñaron con amor.
No se trata de culpar al pasado, sino de usar lo que hoy sabemos para elegir de manera distinta. No hay fórmulas mágicas. Solo coraje, consciencia y práctica. Cada acto nuevo es una declaración de quién queremos ser.
Conclusión: Elegir Nuestra Propia Historia
No hay transformación sin incomodidad, ni crecimiento sin cuestionamiento. Si queremos dejar de repetir, necesitamos dejar de obedecer sin pensar. Cada día es una oportunidad para actuar con más libertad y coherencia.
Cambiar no es tenerlo todo claro. Es tener el valor de empezar. Porque al final, lo importante no es lo que nos dijeron que debíamos ser, sino lo que decidimos ser ahora.
A lo largo de nuestra vida, no solo repetimos las mismas situaciones, sino también nos encontramos con patrones de personas que parecen volver una y otra vez. Estos patrones pueden ser aún más desafiantes de reconocer, porque no se presentan de la misma manera cada vez. La manipulación, el control, la dependencia emocional, la falta de respeto o incluso la indiferencia, son solo algunos de los patrones que pueden repetirse en nuestras relaciones. Cada vez, el escenario es diferente, pero la dinámica es la misma. Las personas en nuestras vidas actúan como espejos, reflejando lo que necesitamos aprender o cambiar. Y en lugar de ver el patrón que se repite, muchas veces nos centramos solo en el otro, esperando que sea él quien cambie, no nosotros.
Durante mucho tiempo me costó ver la maldad y la manipulación. Creí que si hacía las cosas bien, también recibiría lo mismo a cambio. Creí que la vida era justa, y punto. Por eso vivía enojada y aguantaba muchas cosas, esperando que eso que merecía, alguna vez, llegara. Nunca me pregunté si era yo la que tenía que cambiar algo. Me aferré a una idea romántica de justicia, y cuando no se cumplía, me dolía como una traición.
Hoy entiendo que la vida no te da lo que merecés simplemente porque lo merezcas. No interpreta las situaciones por sí sola ni te quita mágicamente la maldad que te rodea. La vida te da lo que creés, y también lo que permitís. Y lo que creés está profundamente influenciado por los miedos que te han sido enseñados, tanto por el entorno como por el sistema en el que estamos inmersos.
El sistema sabe muy bien cómo jugar con tus miedos. No hace falta que te amenacen directamente; basta con convencerte de que estás en peligro. Te venden protección mientras te llenan de ansiedad. Te repiten constantemente que no sos suficiente, que necesitás algo más para estar completa. Crean necesidades que no son tuyas, y vos, sin darte cuenta, las comprás. No solo productos, sino también creencias, verdades impuestas sobre lo que necesitás ser o hacer para encajar.
Pero la manipulación no es exclusiva del sistema. También está presente en los vínculos más cercanos, aquellos que nos afectan de manera más personal e íntima. En ese espacio donde alguien te hace creer que sin él no podés, que solo ahí vas a encontrar seguridad o valor. Es un juego sutil que se alimenta de nuestras inseguridades, de nuestra necesidad de ser vistos, amados, aceptados.
Primero te alejan de tus puntos de referencia, aquellos que te daban claridad y estabilidad. Luego, debilitan tu confianza, te hacen dudar de tus decisiones, de tu juicio. Y por último, te ofrecen protección, como si fueran tu salvación. Pero no lo son. Lo único que realmente te ofrecen es una ilusión de control. Juegan con tus heridas, tus miedos, con la esperanza de que el otro cambie, que el amor será suficiente. Pero no. No cambian. Lo único que podés cambiar es tu actitud frente a lo que aceptás.
Porque el problema no es que existan personas dañadas; el problema es cuando no nos preguntamos qué parte nuestra se aferra a eso que nos daña.
Nadie te arruina la vida sin tu permiso. Cuando te quedás esperando que el otro se dé cuenta, que madure, que sane, que te ame… ya estás perdida. Y no lo digo con juicio. Lo digo porque estuve ahí. Porque lo viví. Porque vi amigas quedarse hasta el final. Algunas no pudieron salir. Otras se fueron, pero no volvieron a ser las mismas.
Sí, el otro es responsable de lo que hace. Pero vos sos responsable de lo que aceptás. Y eso duele. Pero libera.
No estaba equivocada: la vida es justa. Las personas no.
La violencia no es solo una cuestión de género. Es el reflejo de historias personales rotas. Hay hombres que golpean. Hay mujeres que también. Hay madres que hieren a sus hijos desde que nacen, que los abandonan, los maltratan o los usan para llenar vacíos propios. Y hay mujeres que soportan la violencia de una pareja porque les da más miedo enfrentarse a su propia vida que al hombre que las anula.
No estoy acá para caer bien. No vine a repetir discursos. Sé que mis ideas incomodan, porque es más fácil pensar que no tengo que hacer nada, que con tener razón alcanza para que alguien lo solucione por mí. Pero si algo aprendí, es que el problema no desaparece porque el culpable pague. Si no defendemos nuestro valor y no ponemos límites a todo lo que no queremos permitir en nuestra vida... los culpables solo cambian de rostro y de nombre. La violencia externa deja de aparecer cuando sanamos la parte rota que nos hace elegir a quien nos va a romper.
La pregunta nunca es “¿por qué me pasa esto?”. La verdadera pregunta es: “¿para qué?”.
El miedo que no reconocemos se convierte en costumbre. Y esa costumbre de aguantar, de conformarse, de sobrevivir en vez de vivir, termina justificando todo lo que nos lastima.
Estar despierta duele, sí. Pero duele más vivir dormida, entregando tu libertad a cambio de un poco de amor mal dado.
A veces me preguntan cómo se sale. Y no tengo una fórmula, pero sí una certeza:
si pesa, soltalo. Lo sano no duele.
Es muy difícil mantenerse sana en una sociedad profundamente enferma.
Pero como dice Galeano:
“Estamos mal hechos, pero no estamos terminados.”
Capítulo VII: Los mitos y los miedos (parte 2)

Comentarios
Publicar un comentario
¿Estás de acuerdo? Deja tus comentarios, siempre con respeto, para que entre todos construyamos una nueva verdad.