Dios le da pan al que no tiene dientes. Una aventura de cuarenta... Introducción ☺️

                                                                


                                      

                                                  LAS PALABRAS CAMBIAN EL MUNDO


                                                                        Introducción

Un día, San Agustín paseaba por la orilla del mar, dándole vueltas a las grandes preguntas sobre la existencia de Dios. De repente, alza la vista y ve a un niño jugando en la arena. Lo observa más de cerca y nota que el pequeño corre hacia el mar, llena un cubo de agua y lo vacía en un hoyo. Repite el gesto una y otra vez.

Intrigado, San Agustín se le acerca y le pregunta:
—Oye, niño, ¿qué haces?
—Estoy sacando toda el agua del mar para ponerla en este hoyo —responde el niño.
—Pero eso es imposible —dice Agustín.
Y el niño, sin inmutarse, contesta:
—Más imposible es intentar comprender, con tu mente pequeña, el misterio de Dios.

Agustín de Hipona (354–430), filósofo y religioso, dos términos que a menudo parecen incompatibles, aunque alguna razón habrá detrás de esa contradicción. Se lo considera uno de los padres fundadores de la Iglesia católica. No pretendo cuestionar a un personaje del que sé poco, pero este cuentito tierno es uno de los tantos que escuché en la primaria, usado como herramienta para inculcar dogmas.

¡No intentes comprender, acepta!

No sé qué hubo antes, pero sé muy bien lo que vino después.
No tengo el conocimiento suficiente como para considerarme sabia, pero sí el necesario para no considerarme idiota.

Volveré más adelante sobre esta historia. Tiene más que ver con el presente de lo que imaginamos.

Para mí, así como en el nacimiento, todo comienza con una hoja en blanco. Una hoja que no dice nada, pero contiene una potencialidad infinita de lo que puede llegar a decir.

La diferencia entre esa hoja y un bebé es simple pero brutal: la hoja podemos llenarla nosotros, decidir qué escribir, qué tachar, qué conservar. En cambio, como bebés —y durante buena parte de la infancia— no tenemos esa posibilidad. Nos llenan de etiquetas, de condicionamientos, de frases hechas que se nos meten en la piel antes de que podamos elegir.

La pregunta es: ¿como adultos, somos realmente capaces de elegir?
¿De verdad estamos decidiendo con libertad?
¿O es la cultura —ese entramado invisible pero omnipresente— la que determina nuestras conductas, creencias y decisiones sin que nos demos cuenta?

Hoy en día, para escribir un libro, no hace falta escribir un libro.

Quizá a los once años, cuando descubrí que eso era lo que quería hacer, me lo imaginé con tapa dura, en una librería, entre otros libros importantes. No voy a negar que puedo leerme 300 páginas de un libro de papel en un fin de semana, mientras que de un PDF apenas avanzo 50 en dos semanas. Pero lo cierto es que, cuando uno quiere hacer algo, lo hace. Sin librería, sin editorial y sin esperar que Borges vuelva del mas allá a escribirme el prólogo.

En 42 años tuve dos hijos, planté un árbol, algunas verduras… y también algún pelotudo en una esquina. Supongo que lo mismo dirán de mí, porque alguna vez también me tocó esperar la carroza. Pero no es el punto.

Aunque llevo casi una vida escribiendo, lo que me estaría faltando no es tanto escribir un libro, sino compartirlo. Que no sea solo un ejercicio terapéutico de ida y vuelta conmigo misma.

Y considerando los tiempos que corren —que hoy estás y mañana no la contás—, decidí no detenerme en detalles perfeccionistas. Voy a ir publicando como va saliendo. No quisiera dejar nada pendiente en esta vida. Y si todo sale bien —si dentro de unos años sigo por acá y el planeta sobrevive a los millones de habitantes indiferentes—, me gustaría poder decirme: siempre es mejor hacerlo hoy que mañana.

Mi eslogan: Para cambiar el mundo empiezo por mí… y sigo por ustedes.

¿Y si lo intento y fallo? ¡¡Felicitaciones!!
La mayoría ni siquiera lo intenta.

No tengo el acento francés de Cortázar, ese que no puedo sacarme de la cabeza al leerlo, ni sus metáforas —con un sentido que quizá solo él entiende—.
Tampoco las manos blancas y suaves como las uvas de las que se enamoró Neruda.
No tengo el encanto ni la magia con la que Coelho logra envolver lo más ordinario hasta convertirlo en enseñanza.

Aunque, si soy sincera, fue el primero que me habló en el idioma que yo necesitaba para entender. Gracias a su forma, aprendí a mirar la vida como una maestra disfrazada de rutina.
Aun así, no tengo su estilo.

Puede que, a veces, mis ojos carguen con la tristeza de Benedetti, pero definitivamente no logro endulzar las palabras como él.

No escribo para intelectuales. Para mí, la magia está en lo simple de lo cotidiano.
Y cuando, en ocasiones, encontraba respuestas necesarias escondidas entre palabras complejas —que tenía que volver a leer una y otra vez— pensaba:
¿cómo puede ser más importante la estructura que el contenido?

Entiéndase la metáfora como algo muy propio de nuestro tiempo: un envoltorio más vistoso que el mensaje en sí.
¿Por qué no poner las respuestas al alcance de todos?

Me gusta decir lo que a muchos no les gusta escuchar. Sin anestesia. Sin maquillaje.

Tengo problemas con la puntuación y las subordinadas.
Cualquier parecido con la realidad, seguramente no sea coincidencia.

Hay quien cree que, por resentimiento, digo las cosas como las digo... pero tampoco vamos a andar haciéndole caso a todo lo que dicen, ¿no?

Me han puesto más etiquetas que a una caja de exportación, y esa fue una de las tantas razones que despertaron mi curiosidad por el ser.

Estoy convencida de que vivimos en la paradoja de decir que queremos la verdad… cuando en realidad no soportamos escucharla.
Lo terrible no es que nos mientan los políticos, la pareja o un amigo, sino que, para poder soportar la vida, terminemos mintiéndonos a nosotros mismos.

Resulta contradictorio que anhelemos una libertad a la que renunciamos a diario:
cuando validamos una opinión ajena por encima de la nuestra,
cuando nos importa más lo que piensen los demás que lo que realmente deseamos,
cuando creemos que el dinero nos da libertad y, para obtenerlo, hacemos cosas que nos vacían,
todo para pertenecer a un sistema que nos esclaviza,
donde en lugar de convertirnos en lo que realmente queremos ser, nos conformamos con aparentarlo.

Asumámoslo: aun con atributos que ninguna otra especie posee, somos —probablemente— los más involucionados del ecosistema.

He escuchado mil veces que la vida está llena de contradicciones.
Despertemos de una vez: los contradictorios somos los humanos.
Los pájaros cantan; no andan volando sobre los árboles dudando:

—¿Posarme en esta rama o no posarme…?

De todas las especies, el ser humano es el único que necesita un test vocacional para saber qué hacer con su vida, o terapia para poder sobrellevarla.

No estoy resentida… todo lo contrario, siento un profundo agradecimiento hacia la vida y lo comparto. Como bien dijo el reverendo Martin Luther King: “Si ayudo a una sola persona a tener esperanza, no habré vivido en vano”.
No tengo las mismas dotes de oratoria y diplomacia, pero, a mi manera, y quizá con esa necesidad existencial de darle un sentido a la vida, si mi camino logra acortar el de otro, ¡entonces fantástico!

Soy tan exigente conmigo misma que no me azoto, pero sí me escupo las peores verdades.
Sobre todo desde que descubrí que mirar hacia adentro, asumir lo que somos, y contarnos la verdad es elegir la libertad. Y ese es el único paso que no podemos saltearnos si queremos alcanzar la plenitud.

Entiéndase por plenitud: sentirnos llenos y satisfechos en todas las áreas de la vida.

Mi marca personal: la ironía, el sarcasmo, el doble sentido, lo disruptivo… lo importante no es si te gusta, sino si te funciona. Un clic, lo cambia todo. A mí me sirvió para ver otra perspectiva, y en definitiva, la idea es esa.

Considero que cada persona es un mundo pequeño que va a mirar y definir la vida según sus experiencias, el entorno social en el que vive, la cultura y el contexto histórico. Lo que no quiere decir que no existan otros mundos y otras historias. Eso fue lo que más me atrajo de los libros desde chica… que me abrían puertas a otros mundos. Cuando leía, ficción o no, existía una realidad distinta de la que percibía a mi alrededor. Esto nunca tuvo que ver con evadir la realidad, sino con la capacidad de entender que, si hay otra cosa afuera, si las cosas no son solo como dice mi entorno, yo no tengo por qué aceptar lo que no me gusta, ni ser lo que alguien dice que debo ser.

Por algo nos prefieren analfabetos…

Cuanto más estrecho es el mundo que tenés para ver, menos posibilidades de reinventarte. Si a lo largo de la historia hubo cambios, aún hay esperanza. Ponele...

Para cuando en la adolescencia llegué a los libros de autoayuda, comprendí las primeras lecciones y por dónde iban los tiros. Todo lo que leía me resultaba natural y congruente con mi sentido común, pero me llevó muchos años aceptar que mi entorno no pudiera vivirlo así. De hecho, creo que aún no lo hago del todo. Los libros que mágicamente aparecían en la biblioteca me fueron guiando el camino.

A pesar de que conocí otras realidades, mi deseo desde los 4 años siempre fue cambiar el mundo. Por aquel entonces no existía internet, la pobreza y las consecuencias de la guerra solo las veía en fotos del National Geographic; aun así, me impactaba. Pero mi deseo de cambiar el mundo no tenía que ver solo con eso que veía. Cuanto más conocía y más escuchaba a “la gente”, más sentía la necesidad de cambiarlo todo. Y para ser sincera, hoy podría decir que mi deseo de cambiar el mundo no tiene que ver con una razón altruista, ni con ser la Madre Teresa de Calcuta, ni con el amor por la humanidad. Frío… frío…

Si pudiera hacer algo para que cada ser humano sea feliz, lo haría, pero no por amor. Sencillamente porque las personas felices “NO – JODEN”. Y si yo no jodo, tú no jodes, él/ella/elle no jode, nosotros ni vosotros tampoco, ¡todos somos felices! Soy malísima para los cálculos, pero en esta ecuación no la pifio… ¿a qué no?

 Sin embargo, pocos la entienden, porque vivimos más en el mundo del “quien jode último jode mejor” y donde “si él lo hace, ¿por qué yo no?”, “si él no lo hace, ¿por qué lo voy a hacer yo?”. Y cuando de sacar partido de algo turbio se trata: “si no lo hago yo, ya lo va a hacer otro”. Suena como a discusión de niños, pero es así como se comportan muchos “adultos” en el nuevo rincón de la casita. El niño dice que lo arregle papá y el papá que lo arregle el Estado. Y en el niño es entendible que tenga fe en su padre, aún no sabe lo que hay en la cabeza de un adulto… pero de verdad… ¿alguien puede esperar que las soluciones salgan del Estado?

Amo la política y estoy segura de que puede ser un camino, analizándolo desde la perspectiva filosófica. El problema no es la política, es la naturaleza del ser humano gobernado por su instinto más básico: EL MIEDO. El resto de su comportamiento, egoísmo, ambición, poder, ira, son escudos de defensa del miedo. Por lo tanto, mientras un extraterrestre no se postule a elecciones, lo que más nos conviene es dejar el lugar de víctimas, hacernos responsables de nuestra vida y asumir el rol que nos toca socialmente, intentando hacer lo menos miserable posible la vida del otro. Si bien propongo el postulado de un país sin Estado, para el cual tenemos mucho que aprender, no me acerco ni remotamente a la ideología comunista que pretende adueñarse de las herramientas que no pagó. Un chorro vestido de hippy no me vale más que uno de traje y corbata. Y cabe aclararlo porque, en un mundo con mentes dualistas, con las cuales es imposible tener una conversación, están convencidos de que si no estás de una vereda, estás de la otra. Parece que hace falta recordarles que las veredas también se inventaron y antes de eso… quizá antes de que se escribieran los libros de historia, había equilibrio, había comunidad de verdad. Es ahí donde pretendo llegar: a tomar consciencia de que podemos vivir en un mundo más justo para todos.

¿Cómo? Haciendo una autocrítica sobre nuestra responsabilidad individual y colectiva. Interpretando otra alternativa de lo que percibimos como real a través de las palabras. Trabajando sobre el Desarrollo Personal y Profesional como vía para cambiar el mundo.

        Capítulo I Introducción al Sado (no apto para personas sensibles y amantes del status quo)



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