El límite: clave de las relaciones saludables
"No dejes que tu relación con nadie ensombrezca la
relación que tienes contigo mismo"
No soy correcta en el sentido decorado que dicta la etiqueta
social. Suelo ser bastante mal hablada y con poco filtro. Manejo mejor el
sarcasmo que el español, pero sé comportarme como una “señorita”… aunque eso
es fruto, más de lo aprendido por mandato social que un mérito propio. Y no voy
a mentir: tampoco me esfuerzo demasiado en sostener esa pose. Claro que hay
contextos donde la formalidad es necesaria —si trabajás en una empresa
representás la imagen de esta, y aunque hoy tienda a ser más relajado y
coloquial, sigue habiendo un mínimo de corrección que respetar. Pero dejando de
lado ese espacio, yo prefiero la naturalidad. Digamos que soy un diamante en
bruto. 😂
A veces, lo que en la sociedad se espera que digamos de
manera diplomática, yo lo pienso en crudo. Por ejemplo: ¿Cómo se diría “no me
rompas más las pelotas” en un lenguaje correcto?
Versión educada: “Preferiría que no insistas más con
este tema.”
Versión diplomática: “Te agradecería que respetes mi
espacio.”
Versión políticamente correcta: “En este momento no
me resulta posible continuar con esta conversación.”
Versión asertiva: “Entiendo tu punto, pero necesito que respetes mi decisión de no continuar con esto"
Versión real y honesta (la mía): “No me rompas más
las pelotas.”
Y seamos sinceros: cuando la charla ya se volvió el cuento
de la buena pipa —esas discusiones circulares donde la otra persona repite lo
mismo mil veces y vos también—, parece que nadie se va a callar nunca. En esos
casos, esta última versión suele ser la que tiene más chances de poner punto
final. La vida cotidiana es mas real... no tan acartonada.
Poner límites es difícil porque vivimos en una cultura que
no los reconoce como algo natural, sino como un desafío o incluso una ofensa. Y
mientras no seamos conscientes de nuestros propios límites, seguiremos
exigiendo y permitiendo que los demás crucen los suyos.
La dificultad también viene de la forma en que solemos
comunicarlos. A veces los expresamos tarde, cuando la situación ya nos desbordó
y terminamos explotando. Entonces, en lugar de sonar claros, sonamos agresivos.
Y al revés: cuando intentamos decirlo de manera serena y asertiva, muchas veces
no se respeta porque la cultura normalizó que un “no” sea negociable, que
siempre haya que justificarlo o compensarlo.
Al final, no es que el “no” sea tan difícil de entender, es
solo una sílaba de dos letras… lo que pasa es que la mayoría solo entiende el
enojo que lo acompaña.
Bajo esa lógica, el que pone un límite queda como el malo de
la película, aunque en realidad solo esté defendiendo su espacio.
Por eso, más que una cuestión de carácter, poner límites es
un aprendizaje que requiere autoconocimiento y práctica. Si no reconozco qué me
corresponde y qué no, voy a terminar exigiendo lo que no es mío o permitiendo
que otros tomen lo que sí me pertenece.
En este contexto, la comunicación asertiva suele presentarse
como un recurso clave. Se vende como la fórmula perfecta para expresar lo que
sentimos “sin agredir ni incomodar al otro”, pero detrás de esa idea todavía
late el viejo mandato: no molestar, no sonar brusco, no incomodar, no generar
conflicto.
En apariencia es un recurso moderno, pero en el fondo
conserva la misma lógica de siglos: la prioridad es que el otro no se sienta
mal, incluso si para lograrlo tenés que rebajar tu propio límite.
El problema es que, usada de manera rígida, la comunicación
asertiva termina domesticando el “no”. Lo convierte en algo que debe estar
dicho con tono amable, con palabras correctas y con la cara sonriente. Como si
poner un límite solo fuera válido si el otro lo recibe sin incomodarse.
Pero incomodar es parte de lo real. Un “no” siempre
toca algo en el otro: expectativa, deseo, control, costumbre. Y cuando eso
pasa, el conflicto no lo genera la forma en que lo dijiste, sino el simple
hecho de que te animaste a decirlo.
Por eso, la verdadera práctica no está en encontrar la
palabra perfecta para que el otro no se ofenda, sino en sostener tu límite,
aunque la incomodidad aparezca. Ahí se juega la diferencia entre hablar desde
el mandato y hablar desde la autenticidad.
Muchas veces exceder las buenas formas no es una elección de
agresividad, sino de supervivencia emocional. Cuando la cultura, los vínculos y
la confusión espiritual nos enseñan a callar o a ceder, poner un límite de
manera serena puede no ser suficiente para que se respete. La realidad es que,
en ciertos contextos, ser “educado” o “asertivo” no garantiza nada; de hecho, a
veces solo asegura que el límite sea ignorado.
Esto no significa que la agresión o la falta de respeto sean
el camino; simplemente indica que hay situaciones en las que ser excesivamente
diplomático nos deja indefensos. La clave es aprender a combinar claridad,
firmeza y conciencia de lo que estamos dispuestos a permitir: solo así nuestro
límite se vuelve real y efectivo, incluso si eso implica incomodar o romper
expectativas sociales.
No todos actúan con buena voluntad; algunos patrones de
conducta son perjudiciales, intencionales o manipulativos, y comprenderlos es
fundamental para protegernos. Aquí entra en juego la observación consciente:
distinguir entre la incomodidad natural y las conductas que realmente nos
afectan, sin dejarnos atrapar por la culpa o la justificación.
A menudo nos encontramos con comportamientos que generan
impacto negativo en nuestro bienestar, como la manipulación o el
chantaje emocional. Este último, en particular, suele manifestarse de tres
formas frecuentes:
Culpa: cuando alguien intenta que hagas algo
haciéndote sentir responsable o culpable de su malestar
Miedo: cuando se busca que actúes por temor a
consecuencias negativas
Obligación: cuando se apela a tu sentido del deber
para que cumplas deseos ajenos, aunque no quieras.
A veces resulta difícil reconocer estas dinámicas porque se
entrelazan con los mandatos culturales que definen cómo debemos comportarnos
según los roles que ocupamos: lo que se espera de nosotros en un matrimonio,
entre padres e hijos o en el trabajo. Nos enseñan a ceder, a cumplir
obligaciones implícitas, a asumir responsabilidades que no nos corresponden y a
adaptarnos a expectativas ajenas en lugar de actuar desde lo que realmente
necesitamos o sentimos. Como estos mandatos están presentes en toda la sociedad,
tendemos a no cuestionarlos y nos parece “normal” escucharlos y cumplirlos. Incluso
sentir culpa si no lo hacemos.
En el ámbito familiar o de pareja, por ejemplo, el amor
suele confundirse con el deber: “si me quiere, debería saber lo que necesito” o
“si me ama, debe renunciar a lo suyo por mí”. Pero no solo en la vida
individual. De manera similar, a nivel social, el miedo se utiliza desde
“arriba” —por autoridades, normas o instituciones— para mantener una sociedad
dócil y controlada, reforzando la idea de que cuestionar o defender nuestros
derechos es inapropiado o problemático.
Observar estas conductas no
significa juzgar ni etiquetar a una persona. Aunque en la psicología se usen
términos como “narcisista” o “psicópata” para describir ciertos patrones de
conducta, vincular los comportamientos con estas etiquetas fuera de ese
contexto solo puede confundirnos y distraernos de lo realmente importante: cómo
afectan nuestra vida. Las etiquetas son herramientas útiles para los
profesionales al diagnosticar y entender patrones, pero no son necesarias para decidir
qué es saludable para nosotros. Lo que sí podemos y debemos observar es el
efecto concreto de esos comportamientos en nuestro bienestar.
Es importante no restarle gravedad: estar expuestos
periódicamente a personas que no respetan nuestros límites, que demandan
atención constante y que utilizan a los demás como combustible emocional genera
un daño real y sostenido. Puede afectar nuestra autoestima, nuestra estabilidad
emocional, desvalorizarnos o anularnos como personas, y en casos
extremos incluso desdibujar nuestros puntos de referencia sobre la realidad. Y
la verdad es que no existe protección legal contra este tipo de abuso: si no
hay violencia física, la ley no interviene. Quienes ejercen manipulación
emocional y chantaje pueden causar un perjuicio profundo sin enfrentar
consecuencias legales. Por eso es aún más crucial aprender a identificar,
limitar y protegernos frente a estas dinámicas, sin restarle importancia a la
gravedad de lo que provocan.
Sumado a lo que nos enseñan los mandatos sociales y
culturales sobre complacer, ceder o no incomodar, también se suman ciertas
ideas provenientes del ámbito espiritual, que muchas veces nos invitan a
tolerar, perdonar o justificar conductas ajenas. Comprender que cada persona actúa desde su nivel de conciencia y desde su propia historia puede ser valioso, pero
mal entendido puede volverse en nuestra contra.
Desde un enfoque espiritual, las personas que nos rodean y
las experiencias que vivimos no aparecen al azar. Cada relación, conflicto o
situación desafiante puede ser una oportunidad de aprendizaje y crecimiento. Y
cuando ciertos patrones se repiten, no queda duda de que hay una lección que
atender. Nos muestran aspectos de nosotros mismos que quizá ignoramos: a veces
nos colocan en el polo opuesto de lo que necesitamos equilibrar, o reflejan
algo que, de otra manera, nos hacemos a nosotros mismos o a otros. Nos ayudan a
identificar nuestros miedos, inseguridades, cuánto nos valoramos y cuánto
defendemos nuestras ideas, guiándonos hacia nuestro propio ser. Incluso las
conductas que nos resultan difíciles de tolerar tienen un propósito: revelan
patrones que necesitamos reconocer, nos confrontan con lo que aún no hemos
sanado y nos invitan a cambiar, no por los demás, sino por nosotros mismos.
En este sentido, cada interacción desafiante funciona como un espejo que nos
permite ver con claridad qué estamos dispuestos a permitir y qué no, y qué
aspectos de nuestra vida requieren más conciencia y cuidado.
Comprender cuál es el mensaje que nos traen los conflictos
que podemos enfrentar es enriquecedor. Más allá de las particularidades de cada
persona complicada, cuando ciertas situaciones se repiten con distintos
rostros, lo importante es observar el aprendizaje que subyace detrás de la
experiencia, más que centrarnos únicamente en entender a quien actúa de manera
difícil. Sin embargo, eso no significa que debamos tolerar abusos: yo puedo
comprender y aceptar que alguien no puede dar algo mejor, que detrás hay una historia de vida dura, pero eso no significa
que tenga que tolerar lo que me hiere. Perdonar no equivale a convivir con lo
que hace daño; comprender no es lo mismo que dejar que lo ajeno destruya lo
propio. El límite es el puente que une la empatía con el cuidado personal.
Identificar que el problema o la dificultad proviene de la
otra persona nos permite reconocer que nuestro valor no depende de cómo los
demás nos traten ni de sus expectativas. Ninguna interacción, ninguna crítica,
ninguna manipulación externa puede definir quiénes somos si nosotros no lo
permitimos. Comprender esto nos ayuda a reafirmar nuestra identidad y a
mantenernos firmes en nuestros límites: cada persona que se cruza en nuestro
camino refleja sus propios conflictos, deseos o carencias, pero no puede apropiarse
de nuestra dignidad ni decidir por nosotros lo que merecemos.
La manipulación suele ser sutil y cotidiana, disfrazada de
cuidado, preocupación o interés genuino, y por eso es fácil pasarla por alto.
No hace falta recurrir a patologías ni casos extremos: incluso en la vida
diaria, con personas “normales”, las intenciones poco genuinas o los mensajes
encubiertos pueden afectarnos, sin depender de teorías, etiquetas o juicios
sobre su personalidad.
Lo normal es que se confunda la invasión con cariño, el
mandato con consejo, la exigencia con compromiso y la ausencia de límites con
entrega. El problema es que esta manipulación disfrazada de “normalidad” nos
somete, incluso cuando parece venir con las mejores intenciones.
Algunas personas se consideran “buenas” porque cumplen
ciertos códigos sociales: son educadas, ayudan superficialmente o mantienen las
formas. Pero eso no garantiza que quieran lo mejor para quienes los rodean. La
verdadera medida de una persona no está solo en sus gestos visibles, sino en la
intención y el impacto de sus actos.
La marcada tendencia social al victimismo refuerza ciertas
conductas: si sufre, si tiene problemas, si hace lo que puede, hay que ser
compasivo. Mientras tanto, detrás de estas conductas a veces se esconde el
egoísmo de atender excesivamente a sus propias necesidades y de buscar
comprensión constante. Quien, en cambio, defiende su espacio, se hace cargo de
lo propio y establece límites puede ser percibido como rígido o insensible.
Ese es el fuerte, a ese sí podemos juzgarlo… detrás de esto se
esconde la necesidad de mantener un rol que facilita el manejo de la sociedad.
Mientras que la proactividad de quienes se hacen cargo de su propia vida obliga
a confrontar la pasividad de los otros. Visto desde arriba, desde el poder o la
estructura social que organiza el funcionamiento colectivo, se entiende por qué
todo “funciona mejor” cuando la mayoría permanece pasiva, dependiente y en el
rol de víctima. Desde ese punto de vista la víctima es inofensiva, porque se
queja, pero no cambia nada.
Otra idea clave para entender por qué muchas veces no
logramos relacionarnos de forma saludable es que gran parte de nuestras
conductas nacen de una mentalidad basada en la carencia y la comparación. Esa
percepción de escasez y de medirse a través de los demás genera emociones como
envidia, frustración o inseguridad, llevándonos a ver los logros ajenos como
amenazas en lugar de oportunidades. Bajo esta distorsión, el bienestar de otros
no se percibe como complementario, sino como algo que reduce nuestro propio
valor. Es como si los recursos positivos fueran limitados, cuando en realidad
lo que necesita el mundo es que cada persona despliegue lo mejor de sí,
aportando y enriqueciendo al conjunto.
Esa lógica termina alimentando envidias, sabotajes sutiles y
resistencia frente al crecimiento de los demás. Y no podemos minimizarlo.
Dejemos de lado que las conductas o las palabras parezcan correctas en la
superficie: lo que importa es la intención real que hay detrás de nuestros
sentimientos. ¿Desde qué lugar podemos construir vínculos sanos si no
soportamos que al otro le vaya bien, si nos molesta su éxito o incluso nos
alegra su fracaso?
Es lo mismo que se ve en un clásico de fútbol: no alcanza
con que tu equipo gane, hace falta remarcar que el otro perdió, gastar dinero
en carteles, recordárselo en la calle. Ese espíritu competitivo no refleja solo
la rivalidad deportiva, sino que también es un espejo de lo que ocurre en
familias, amistades y entornos cercanos: encontrar más sentido en que al otro
le vaya mal que en esforzarse por avanzar uno mismo.
¿Por qué lleva tanto tiempo definir lo que es una relación saludable? Porque en primera instancia debemos dejar de normalizar conductas que no lo son. Ser buena persona no significa solo auto percibirse como tal: requiere coherencia entre la intención y el efecto real de lo que hacemos. Y no se trata de dividir a la gente en buenos o malos, porque esa etiqueta siempre depende de la mirada de quien la usa. Se trata más bien de reconocer que todos sabemos identificar cuándo un gesto nace de un sentimiento noble y cuándo no: Si tenemos que ocultar, maquillar o disimular lo que sentimos ya es prueba de que comprendemos la diferencia... mas allá de los argumentos que usemos para justificarnos. Si creyéramos que es correcto, lo diríamos sin filtro. Y ahí está lo importante: aunque no nos corresponda juzgar a las personas en su totalidad, sí nos corresponde discernir qué vínculos son positivos para nosotros y cuales no, porque de esa elección depende la calidad de nuestra vida y de nuestras relaciones.
¿Esa persona cumple un rol positivo o
nos desgasta?, ¿nos apoya en nuestros proyectos o se asegura de no sumar?, ¿nos
respeta como somos o intenta moldearnos para que encajemos en su ideal y
tapemos sus carencias? Al final, no es tan complejo: se trata de ver si suma o
si resta.
No existe ninguna lógica que nos obligue a rodearnos de
personas con sentimientos falsos. Lo único que sostiene esos vínculos son
herencias y mandatos que perpetuamos sin cuestionar.
Hay factores biológicos que influyen en que nos enfoquemos
en lo negativo, en el juicio y en la carencia. Pero también hay factores
biológicos que muestran que podemos cambiar. Las ideas desde las que partimos
no son algo menor: cambian —y de manera infinita— nuestra vida, nuestros
pensamientos, nuestras emociones y, sobre todo, la forma en que nos
relacionamos.
Estamos hablando solo de ideas, de creencias. No necesitamos
dar la vuelta al mundo ni ir a Marte para cambiar nuestra vida; alcanza con
cambiar la forma en que pensamos. Una sola idea puede transformar el modo en
que vemos a los demás:
Ser buena persona es 100% una ganancia para uno mismo: no
depende de que los demás lo reconozcan ni aprueben, sino que fortalece nuestra
integridad, nos permite relacionarnos con honestidad, experimentar emociones
más genuinas y generar un impacto positivo en nuestra vida y en quienes
realmente importan.
No somos más colaborativos porque pensamos que todo es
competencia, pero si entendemos que el crecimiento de otro me abre puertas, me
inspira y me demuestra que es posible, entonces su logro también me impulsa.
No apoyamos porque sentimos que, si al otro le va bien,
nosotros perdemos algo: reconocimiento, ventaja, posición. Pero cuando
entendemos que su progreso no nos resta, cada gesto de apoyo se convierte en
una oportunidad de aprendizaje y colaboración que nos enriquece a todos.
No reconocemos porque creemos que al hacerlo “nos quitamos
mérito”, pero si entendemos que valorar al otro no nos disminuye, sino que nos
engrandece, entonces el reconocimiento se convierte en fuente de unión.
No confiamos porque creemos que nos pueden fallar, pero si
entendemos que abrir espacios de confianza genera lazos más sólidos, damos
lugar a relaciones auténticas.
Vivimos a la defensiva y atacando al otro en lugar de hablar
de nuestros miedos e inseguridades, porque creemos que mostrarnos vulnerables
nos hace más débiles. Sin embargo, la vulnerabilidad no solo fortalece las
relaciones que realmente valen la pena, sino que también nos ayuda a reconocer
y poner límites en aquellas donde no hay espacio para ser quienes somos
realmente.
Muchas veces no escuchamos porque, en lugar de intentar
converger en las diferencias, queremos imponer nuestra razón. Pero cada persona
trae un ángulo distinto —no necesariamente opuesto— y cuando lo reconocemos,
escuchar deja de ser un trámite y se convierte en un descubrimiento.
Y cuando todo esto se pone en práctica, ocurre lo más poderoso: la sinergia. Porque el todo siempre es más grande que la suma de las partes. Cuando cada uno aporta lo mejor de sí mismo, no solo nos enriquecemos individualmente, sino que creamos algo nuevo, más fuerte y más valioso que lo que podríamos lograr por separado.
Las relaciones saludables no son tan frecuentes, pero
existen; no son perfectas ni están libres de dificultades. Se distinguen por la
disposición de ambas partes a resolver los conflictos, a construir acuerdos, a
sostenerse recíprocamente y a procurar que el otro se sienta tan reconocido y
respetado como uno mismo.
En estos vínculos, la confianza y la sensación de seguridad
permiten que cada persona pueda expresar emociones, dudas o errores sin miedo a
ser juzgada. La comunicación no se limita a las palabras: implica escuchar de
manera genuina, con apertura al desacuerdo, sin que este ponga en riesgo la
relación. Hay una verdadera reciprocidad emocional: el apoyo circula en ambas
direcciones, se comparte el cuidado del otro sin sacrificar la propia
autonomía.
Los logros y aprendizajes se celebran en conjunto; el éxito
ajeno se interpreta como motor, inspiración y prueba de
lo que también es posible. Eso facilita que cada uno avance sin trabas
innecesarias. Y todo esto se sostiene en la flexibilidad y el respeto de los
límites: las diferencias se negocian, las necesidades individuales se aceptan y
los márgenes personales se reconocen sin culpas ni manipulaciones.
Poner límites no es sencillo, en gran parte porque la
mayoría de las personas no tiene claros los suyos ni distingue con precisión
dónde terminan los propios y dónde empiezan los ajenos. No reconocer esto lleva
a confundir obligaciones, deseos y responsabilidades, y nos hace ceder más de
lo que quisiéramos o aceptar comportamientos que nos lastiman.
No podemos hablar de relaciones saludables si no
comprendemos qué nos corresponde a nosotros y qué pertenece al otro, cuándo
actuamos desde nuestra autenticidad y cuándo lo hacemos condicionados por
mandatos sociales o expectativas ajenas.
Cuando la comunicación no es honesta, cuando nos acoplamos a
un rol por miedo a no ser aceptados, lo que tenemos no es una relación
verdadera: es un juego de máscaras que nos aleja de quienes somos y de la
posibilidad de conectar de manera sincera. Solo atreviéndonos a ser quienes
realmente somos, reconociendo y defendiendo nuestros límites, podemos construir
vínculos que sean verdaderamente saludables y enriquecedores.
No hay errores en nuestro ser auténtico, y si dejáramos de
sentir la necesidad de protegerlo constantemente, comenzaríamos a relacionarnos
de manera más genuina y saludable. Ser quienes realmente somos no solo nos
permite establecer vínculos reales, sino que también nos invita a mirarnos
hacia adentro: no se trata únicamente de preguntarnos si alguien es bueno para
nosotros,
¿Somos ese ideal de persona que buscamos encontrar en los otros?
¿Qué aportamos a cada relación: apoyo, respeto, presencia, coherencia? Nuestro
entorno puede ser un jardín que nutre nuestra autoestima, acompaña nuestros
sueños, impulsa nuestros proyectos y refleja lo mejor de nosotros. Pero para
que florezca, primero debemos cultivarlo en nuestro interior y estar dispuestos
a regalárselo a quienes nos rodean.
Todo comienza en uno mismo, y lo que damos a los demás regresa en igual medida. Quien actúa con generosidad y apertura se nutre de esa misma energía; quien actúa desde el egoísmo se encierra en lo que proyecta. Al final, cada uno se queda con lo que ha dado, y en ese reflejo, nuestro mundo interior se expande hacia afuera.
No vivimos en una sociedad saludable; el mundo refleja
nuestras propias guerras internas, nuestra escasez emocional y nuestras
carencias. Todo lo que existe en nuestro entorno nace de lo que cada uno aporta. Nuestras ideas, emociones y acciones se reflejan en quienes nos rodean y terminan moldeando el clima en el que vivimos. Cuando transformamos la manera en que pensamos, también transformamos el mundo: lo que damos desde el corazón, con honestidad, eleva la calidad de nuestras relaciones y, en última instancia, de la sociedad en su conjunto. Lo que cultivamos adentro florece afuera, tanto en los grandes
escenarios como en los pequeños universos cotidianos que tocamos cada día.


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