Límites internos: cuando lo común y lo normal dejan de ser saludables
“Antes de curar a alguien, pregúntale si está dispuesto a
renunciar a las cosas que lo enfermaron.”
Se atribuye a Hipócrates, considerado el padre de la
medicina.
No habla solo de la salud física, sino de algo mucho más
profundo: la disposición a soltar. Esa frase encierra una verdad incómoda: no
siempre es la falta de recursos lo que nos mantiene atados al dolor, la mala suerte o un destino ingrato, sino la
dificultad de dejar ir lo que, en el fondo, sabemos que nos hace mal. Lo que
nos daña puede tomar muchas formas: hábitos que desgastan el cuerpo, relaciones
que drenan la energía, entornos que nos limitan, rutinas que nos apagan,
creencias que nos condenan al sacrificio, pensamientos que nos sabotean o
incluso viejas versiones de nosotros mismos que ya no encajan con lo que
necesitamos hoy. Renunciar implica reconocer que sostener todo eso —personas,
ideas, costumbres, roles o identidades— tiene un precio. Y muchas veces, por
miedo, costumbre o apego, terminamos pagándolo una y otra vez, convenciéndonos
de que “es lo que hay”.
Dicho de forma simple, tener una vida que nos haga sentir
bien no siempre requiere fórmulas complicadas: empieza con la capacidad de
decir “no” a lo que no queremos para poder decir “sí” a lo que realmente
deseamos.
En Programación Neurolingüística (PNL) suele señalarse que
el “no” puede resultar poco efectivo porque la mente tiende a representarse la
imagen posterior a la negación. Por ejemplo, si digo: “No pienses en un
elefante rosa”, lo primero que aparece en tu mente es justamente ese elefante.
Desde ahí, se podría creer que el “no” bloquea o no ayuda a avanzar.
Sin embargo, esta lectura es incompleta. El “no” es
necesario, porque funciona como un filtro que nos permite diferenciar lo que
queremos de lo que no. El problema aparece cuando nos quedamos únicamente en el
“no”: muchas personas saben muy bien lo que no quieren —“no quiero más
discusiones”, “no quiero este trabajo”, “no quiero sentirme así”— pero no
logran traducirlo en un “sí” concreto. Y sin ese “sí”, el “no” nos deja en un
vacío, sin dirección.
Por eso, el “no” es un primer paso, un acto de
autodefinición que marca límites. Pero su verdadero poder está en lo que
habilita: cada “no” necesita transformarse en un “sí” consciente que nos
oriente hacia lo que realmente queremos construir. Decir “no” a lo que nos
daña, sin decir “sí” a lo que nos nutre, es como cerrar una puerta sin abrir
ninguna otra que nos traslade a un lugar diferente.
No renunciamos fácilmente porque detrás de lo que sostenemos, aunque nos lastime se esconden múltiples capas de resistencia:
Creencias y patrones aprendidos desde la infancia
Repetimos
conductas sin cuestionarlas porque crecimos creyendo que eso era “normal” o
“correcto”. Lo que vimos, escuchamos y absorbimos en la niñez se convirtió en
un molde que seguimos reproduciendo en la adultez. En muchas familias, las
dinámicas eran disfuncionales: se valoraba más callar que incomodar, evitar los
conflictos en lugar de resolverlos o simplemente ocultarlos bajo la alfombra. En esos contextos, expresar
emociones podía verse como debilidad, decir “no” como rebeldía, y cuestionar
como una falta de respeto.
De allí surgen también las exigencias desmedidas, la
distribución desigual de roles y responsabilidades y los mandatos de
sacrificio permanente. La sobreprotección en la infancia muchas veces se
traduce en falta de autonomía en la vida adulta, inmadurez, la expectativa de
que otros resuelvan nuestros problemas o se hagan responsables de cómo nos
sentimos, e incluso la creencia de que merecemos un trato especial y que todo
debe girar a nuestro alrededor. Todo esto es una herencia de los lugares que
ocupamos en la familia, pero una vez fuera de ese entorno ya no determinan cómo
el resto debe adaptarse o comportarse.
Muchas veces seguimos cargando con lo que nos daña por un
falso sentido de deber o pertenencia. Nos quedamos atrapados en expectativas
heredadas —“así se hace en esta familia”, “qué va a decir la gente”— que pesan
más que nuestro propio bienestar. Estas experiencias se transforman en guiones
internos que todavía nos condicionan: aprendemos a aguantar, a no pedir, a
conformarnos o a elegir la culpa de no escucharnos antes que la culpa de decir
que no a los demás o desafiar lo aprendido. Romper con esos aprendizajes
implica reconocer que lo que un día nos sirvió para sobrevivir en nuestro
entorno familiar hoy nos limita para construir relaciones sanas y una vida
propia.
Identidad y límites internos
Muchas veces nos
aferramos a lo conocido por miedo a perder afecto, reconocimiento o atención,
aunque eso nos desgaste. Decir “no” en estos casos implica arriesgar vínculos,
y ese riesgo suele paralizarnos. También adoptamos roles —como el de víctima—
que nos dan la ilusión de saber cómo actuar y qué esperar, aunque nos generen
sufrimiento. El victimismo, en particular, puede llevarnos a mantener dinámicas
tóxicas, conflictos o relaciones que nos dañan, simplemente para validar ese
personaje y la narrativa que da sentido a la historia que nos contamos. Y
aunque la vida nos acerque personas sanas u oportunidades de cambio,
difícilmente podamos recibirlas si seguimos sosteniendo esa identidad, porque
no encaja con la mentalidad de dolor y carencia desde la que nos definimos.
Poner límites implica cuestionar quién creemos ser y
animarnos a soltar esos roles y la aparente comodidad que traen. Aquí el límite
es interno: dejar de identificarnos con lo que ya no somos para permitirnos
evolucionar y construir una identidad más auténtica, coherente con nuestros
deseos y necesidades presentes. Por eso, renunciar no es solo dejar ir lo
externo que nos hace daño; es también atrevernos a soltar lo aprendido, lo
acostumbrado y lo que creemos que nos da identidad, asumiendo el riesgo de descubrir
quiénes podemos ser realmente.
Procesos de normalización social
Muchas de las cosas que creemos querer no siempre nacen de
nuestra autenticidad. A veces responden a expectativas familiares, culturales o
sociales que, con el tiempo, se vuelven tan naturales que dejamos de
cuestionarlas. Lo que “todo el mundo hace” se transforma en lo que “se supone
que hay que hacer”.
¿Cómo me doy cuenta si lo que quiero surge de mi ser
auténtico, si es un mandato impuesto o si se ha normalizado a mi alrededor sin
que me haya detenido a sentirlo?
Y aquí es donde entran en juego nuestras emociones. Son una
guía fundamental: si predominan sensaciones de malestar, insatisfacción o
vacío, eso nos indica que algo necesita cambiar.
Aquí conviene detenerse en una distinción clave: no todo lo
que vivimos proviene de un orden natural. Muchas de nuestras costumbres, metas
y formas de relacionarnos son construcciones sociales, creadas y transmitidas
por generaciones, que funcionan como acuerdos colectivos más que como
necesidades esenciales. Lo natural tiene que ver con nuestras necesidades
básicas —alimentarnos, descansar, vincularnos—; lo construido, en cambio, puede
ser desde cómo entendemos el éxito hasta qué consideramos una “vida normal”.
Michel Foucault, filósofo y teórico social, habló del
proceso de normalización, que describe cómo las sociedades crean reglas,
expectativas y estándares que moldean nuestro comportamiento, definiendo lo que
se considera correcto, aceptable o “normal”. Muchas veces adoptamos conductas,
hábitos o creencias sin cuestionarlas, simplemente porque se repiten tanto que
terminan pareciendo naturales y se imponen silenciosamente en nuestras vidas.
Como señalaba Foucault: “Donde hay poder, hay resistencia”.
En este contexto, el poder no es solo político o institucional: también reside
en las normas sociales, en lo que se espera de nosotros como miembros de un
grupo o comunidad. Cuestionar o decidir no adoptar un hábito común, o elegir
hacer las cosas de otra manera, implica enfrentar esa resistencia.
Probablemente nadie nos apoye, puede faltar validación e incluso encontraremos
críticas o incomprensión. La otra opción es seguir la corriente y vivir de una
forma que no es la nuestra.
El riesgo es que terminemos aceptando como “normal” estilos
de vida que en realidad nos enferman: la prisa constante, el malestar
disfrazado de rutina o la desconexión presentada como lo habitual. Lo común no
siempre es lo saludable. Y aunque el mundo grite velocidad y gratificación
inmediata, siempre existe la posibilidad de elegir distinto: vivir más
presentes, priorizar lo importante, elegir la profundidad sobre lo superficial.
En última instancia, somos responsables de cómo destinamos
nuestro tiempo y energía. Y si no elegimos conscientemente, igual estamos
eligiendo pagar el costo. No saber no te exime de las consecuencias: aunque no
sepas que lo que tomas es veneno, igual te intoxica.
Porque lo cierto es que muchas veces confundimos lo común
con lo saludable, y terminamos creyendo que lo normal es estar mal o
simplemente conformarnos, en lugar de atrevernos a cuestionar si lo que la
mayoría elige realmente vale la pena o nos lleva a donde queremos estar. Lo
“normal” puede ser permanecer en rutinas que nos anestesian, aceptar
expectativas sociales que nos limitan, compararnos constantemente con otros, o
priorizar la aprobación sobre nuestro propio bienestar.
Y no solo hablamos de relaciones: corremos porque todos
corren, nos conectamos 24/7 porque todos lo hacen, aceptamos trabajos que nos
agotan porque “así es el mundo”, o nos conformamos con resultados mediocres
porque “a todos les pasa” Pero todo esto no es inevitable... ¿Qué pasaría si dejáramos de seguir automáticamente
lo que hacen los demás y empezáramos a elegir según lo que realmente nos
conviene?
Porque al final, quedarse solo en la queja y no hacer nada es también una elección. Justificarse en que “todos lo hacen” es una falacia: pensar que imitar al grupo nos exime de responsabilidad no nos salva de los resultados y convierte a la víctima en su propia carcelera: no de los otros, sino de sí misma.
Reconocer estos mandatos invisibles, aceptar la resistencia
y decidir conscientemente priorizar nuestra salud y autenticidad es el primer
paso para actuar con libertad y construir una vida coherente con nuestras
necesidades.
Tal vez la pregunta no sea “¿por qué tengo que pasar por
esto?”, sino: “¿para qué sigo quedándome?”, “¿para qué sigo aceptando esto?”,
“¿para qué elijo sostener lo que me duele?”. Detrás de cada vínculo o hábito
que nos lastima siempre hay un beneficio: atención, validación, comodidad,
incluso algo material. Y si no queremos perder ese beneficio, el precio lo
vamos a pagar —y no podemos culpar a la situación ni a la persona que nos
otorga ese beneficio por ello.
Tomarnos el tiempo de responder estas preguntas es el primer
paso hacia la claridad interna, que nos permitirá cuestionar si realmente
estamos sosteniendo relaciones saludables y si nuestras elecciones están
alineadas con nuestro bienestar, o simplemente con lo que creemos que “tenemos
que mantener”.
Muchas veces creemos que, si tenemos razón, las cosas
cambiarán solas: que el otro se dará cuenta, que la situación se acomodará, que
el tiempo lo resolverá. El error está en pensar que “ser buenos” —tolerar,
callar, aguantar— nos traerá una recompensa. Durante siglos, el mandato
religioso introyectado nos enseñó que Dios premia a los buenos y castiga a los
malos. A esto se suman otras creencias profundamente arraigadas: anteponer
nuestras necesidades es egoísta; poner los problemas sobre la mesa es ser
conflictivos, si nos priorizamos, los demás dejarán de querernos; el amor y la
aceptación dependen del sacrificio.
En la práctica, ninguna de estas creencias se cumple tal
como nos enseñaron. Ser “bueno” o generoso no siempre es lo correcto ni
garantiza lo que merecemos. Estas ideas funcionan como mandatos internos que
nos condicionan, pero no son leyes universales. Al tolerar abusos o no soltar
situaciones dañinas, pagamos un precio emocional: frustración, resentimiento y
una autoestima debilitada. No hay una razón intrínseca por la cual no
merezcamos algo mejor; el problema es permitir, aceptar y tolerar.
Aprender a cuestionar estas creencias no significa dejar de
ser buenos o generosos, sino reconocer que cada contexto exige discernimiento,
equilibrio y capacidad de respuesta. Seguir ciegamente estas ideas puede
convertir la “bondad” y la generosidad en autoengaño, o en un permiso para que
otros abusen de nosotros.
El verdadero costo emocional aparece cuando entendemos que
nada cambió salvo nuestro desgaste interno. La energía invertida en sostener lo
insostenible nos pasa factura en forma de ansiedad, culpa, frustración o
incluso enfermedad. Tolerar es elegir permanecer dentro del problema: no lo
soluciona, solo lo posterga. Esa postergación nos priva de la paz, porque la
paz y la tolerancia del malestar caminan por senderos paralelos que nunca se
encuentran.
Y ahí entra en juego la responsabilidad. No como una carga,
sino como la habilidad de responder. Ese es nuestro gran poder personal: dejar
de esperar que las cosas cambien solas y atrevernos a actuar de manera
distinta.
Asumir la responsabilidad no significa culparse, sino
recuperar el control sobre cómo respondemos. Cuando no lo hacemos, solemos caer
en dos trampas: culpar al mundo externo o depositar expectativas desmedidas en
quienes nos rodean —que nos sostengan, nos hagan felices, nos den la atención o
aprobación que necesitamos, o incluso que nos devuelvan lo que damos. Mientras
el foco esté afuera, seguimos tolerando lo que nos daña y alimentando la
ilusión de que alguien más vendrá a rescatarnos.
La responsabilidad, en cambio, es la salida del círculo. Es
reconocer que nadie tiene la obligación de darnos lo que esperamos, y que
nuestro bienestar depende de nuestra capacidad de decidir, de poner límites y
de actuar coherentemente con lo que necesitamos. Esto incluye nuestras
decisiones, acciones, reacciones, expectativas y necesidades —todo lo que está
dentro de nuestra área de influencia— y, al mismo tiempo, comprender que lo que
pertenece al límite del otro —sus decisiones, expectativas, deseos y reacciones—
no está en nuestro control ni nos pertenece.
Ahí radica nuestro mayor poder personal: dejar de vivir como
víctimas de lo que otros hacen o dejan de hacer, para empezar a vivir como
protagonistas responsables de nuestra propia vida.
En definitiva, asumir nuestra responsabilidad y reconocer
qué nos pertenece y qué no, requiere no solo un profundo conocimiento de
nosotros mismos, sino también de qué reglas sociales heredadas han quedado
obsoletas o no nos conducen a la vida que realmente queremos vivir. El
autoconocimiento y esta capacidad de discernimiento son herramientas
indispensables para establecer límites claros, tanto hacia los demás como hacia
nosotros mismos y para actuar de manera coherente con nuestras necesidades y
deseos. Solo desde ese lugar de claridad podemos construir relaciones
auténticas y saludables, donde el respeto, la reciprocidad y la libertad mutua
sean posibles. Este será el eje de la próxima entrada: cómo cultivar vínculos
que acompañen nuestro crecimiento y una nueva versión de nosotros mismos que refleje auténticamente quiénes queremos
ser.
Entrada anterior: Limites personales
Si querés profundizar en tus relaciones, combinar teoría y práctica, te invito a descubrir El mapa mágico del tesoro: un viaje interior de autoconocimiento, gestión emocional, exploración de tu rol frente a la vida, relaciones, metas y hábitos. Una experiencia para alinear tu mentalidad y avanzar con claridad hacia lo que realmente querés lograr. Encontralo en Amazon a través del siguiente enlace:


Comentarios
Publicar un comentario
¿Estás de acuerdo? Deja tus comentarios, siempre con respeto, para que entre todos construyamos una nueva verdad.