Para cambiar el mundo y para ser feliz hacen falta coherencia… y huevos.
"En el corazón de cada leyenda está la verdad: algunas almas valientes se unen para salvar el mundo. Podemos ser héroes en nuestra propia vida, si solo tenemos el coraje de intentarlo." — Optimus Prime, Transformers (dir. Michael Bay, 2007).
A veces me pregunto qué nivel de sofisticación —o de
cinismo— se necesita para diseñar un programa académico que enseñe lo
suficiente como para parecer formativo, pero no tanto como para que alguien se
atreva a cuestionar el sistema que lo sostiene. Es un arte: dar luz, pero solo
la necesaria para que no veas demasiado.
Sin embargo, al estudiar, uno tropieza con pequeñas
revelaciones: conceptos que iluminan, y lecciones que no están en los apuntes,
pero se aprenden en los pasillos. Fue así como vi la incoherencia con la misma claridad
con la que vemos cualquier objeto que tengamos delante: evidente, palpable… e
incómoda.
Las cosas son así" fue la premisa que, desde chica, me
impulsó a no abandonar nunca la etapa de los “¿por qué?”. Obvio que muchas se
colaron por ahí, muy a pesar de lo persistente que pudiera ser con mis ideas, y
seguramente con el tiempo siga descubriendo muchas más. Pero lo cierto es que,
en el momento en que dejamos de preguntarnos por qué, empezamos a aceptar las verdades de los
adultos como incuestionables, junto con los mandatos familiares, sociales o
culturales que nos dicen qué es posible y qué no. Mandatos que marcan qué es
aceptable, cómo debemos comportarnos, qué emociones podemos mostrar y cuáles
conviene callar, qué palabras están permitidas y cuáles es mejor tragar, qué
roles debemos cumplir y hasta qué silencios se esperan de nosotros. Todo ese
guion prefabricado, que define lo que queda bien o mal a los ojos de los demás,
termina moldeando la vida más por obediencia que por elección.
Las cosas no “son así” por un orden natural; son así porque
alguien se asegura, por conveniencia, temor, ignorancia o pura costumbre, de
que no puedan ser de otra manera. El orden natural es incuestionable: la
gravedad, el clima, la biología o la ley de acción y reacción no dependen de
nuestra voluntad. Elegimos nuestras acciones, pero no podemos elegir las
consecuencias que, inevitablemente, se desprenden de ellas. Sin embargo, no
todo lo que vivimos pertenece a ese orden inmutable. Mucho de lo que llamamos
“realidad” son actos humanos que podrían ser distintos, pero que se presentan
como inevitables. Y ahí está la trampa: lo que en verdad se puede transformar
se disfraza de “realidad”. Curiosamente, nunca escuché a nadie decir que el
sistema es fabuloso, funcional, justo y que nos conduce a un mejor lugar… y,
sin embargo, tampoco he visto a muchos dispuestos a desafiarlo y hacer las
cosas de otra manera. Todo lo contrario, como si fueran leyes de la física:
“Esto está mal, pero hay que hacerlo así, porque siempre se hizo así”.
Así encontramos a profesores que en la teoría atacan el
sistema, pero en la práctica lo alimentan; y a estudiantes que declaran un
compromiso social que, en la realidad, solo se refleja en un trabajo práctico,
pero no en sus acciones cotidianas. Es como si el saber se limitara a
acumularse en un archivo: un conocimiento que no se aplica permanece en teoría,
inerte, mientras que aquel que se convierte en acción tiene el poder de
transformar la realidad.
Supongo que no se encara una carrera igual a los 20 que a
los 40. Yo tuve la suerte de tener la mala suerte de no poder estudiar a los
20, y a los 40 mis motivaciones ya no eran las mismas. ya no me interesaba
estudiar Comunicación para trabajar en un medio ni mucho menos para que alguien
me dijera lo que debía decir.
Al menos desde mi mirada, la comunicación no es un medio
para un fin, sino la trama que nos constituye y nos vuelve funcionales para con
nosotros mismos, con los demás y con la vida en general. La forma en que nos
comunicamos influye en la manera en que interpretamos la realidad, en cómo nos
percibimos mutuamente y en las decisiones que tomamos a partir de esas
interpretaciones. Está presente en la forma en que nos contamos lo que vivimos
y en cómo esas narrativas moldean lo que creemos posible (incluso —o, sobre
todo— para transformar la realidad misma) la nuestra, la de cada uno… después el
resto se reordena solo.
La tensión entre reconocer lo correcto y someterse al miedo
que nos ata al guion establecido se repite a diario en la vida cotidiana y nos
enseña con crudeza que la coherencia no es opcional: es la única vía para no
traicionarnos. Nos enojamos e indignamos cuando alguien nos
traiciona, pero rara vez vemos las incontables formas en que lo hacemos con
nosotros mismos: cuando actuamos en contra de lo que queremos, cuando pensamos
una cosa y hacemos otra, o cuando nos callamos lo que necesitamos decir.
Si, por ejemplo, hoy no te atreves a confrontar a un
profesor por miedo a no aprobar una materia, quizá mañana termines escribiendo
para un medio algo en lo que no creés o con lo que no estás de acuerdo por
miedo a perder tu trabajo. Hoy aprobás una materia, mañana cobrás un sueldo que
paga las cuentas… pero algo dentro tuyo se quiebra. Cada vez que actuás en
contra de tus valores, tu autoestima se erosiona, tu autoconcepto se tambalea y
empezás a desconfiar de tu propia capacidad para luchar por lo que realmente
importa. Hasta podés llegar a creer que esa es la única manera de hacer las
cosas, que la realidad funciona así y que no hay alternativa. Pero ¿qué
diferencia hay entre quien escribe por un sueldo algo en lo que no cree y quien
vota en el Congreso una ley que sabe que no beneficia, pero se deja convencer
de hacerlo? Quizá solo la cantidad de ceros. La acción, en esencia, es la
misma.
Y cuando se abandona el ideal que da sentido al propio
hacer, todo se convierte en un acto mecánico, vacío de significado: el médico
que olvida su vocación de cuidar vidas para convertirse en un engranaje de un
sistema que prioriza la rentabilidad; el maestro que olvida por qué es maestro
y convierte su tarea en un campo de batalla política; el periodista que
renuncia a la verdad para convertirse en vocero de intereses ajenos; el artista
que deja de crear para complacer a un mercado. Cada vez que traicionamos la
raíz de lo que hacemos, no solo perdemos autenticidad: nos perdemos a nosotros
mismos.
Solo podemos sentirnos plenos si nuestras acciones
cotidianas están alineadas con nuestros valores. De lo contrario, nos
convertimos en piezas útiles para los intereses de otros, pero prescindibles
para nosotros mismos. Porque cuando el hacer se desconecta del ser, lo esencial
se diluye y la vida se convierte en una rutina sin alma, con la felicidad
reducida a una ilusión que nunca termina de llegar.
En el mercado laboral ocurre algo similar: muchas empresas
ponen los requisitos y lo que esperan de los empleados, pero rara vez detallan
el salario que ofrecerán, y pocas veces la cultura real de la organización
coincide con las palabras declaradas. Tanto de un lado como del otro, el
enfoque principal suele estar en lo que van a recibir; lo que van a dar queda
reducido al juego de la conquista. El trabajador ve el trabajo como algo que
debe cuidar, mientras que el empleador lo percibe como un favor hacia el
empleado, en lugar de un intercambio donde ambos puedan aportar y crecer. Y
así, en una sociedad que pregona una meritocracia superficial y mal entendida,
no es exagerado afirmar que, si los empleados no tienen la posibilidad de
desarrollarse y crecer, en teoría la empresa tampoco debería prosperar. Una
organización que no cultiva el crecimiento de quienes la sostienen estaría,
condenada a nivelar hacia abajo.
Pero si esto no ocurre —si la empresa continúa— es porque el
de arriba explota y el de abajo tolera. Y tolera, no porque exista un acuerdo
justo entre partes, sino porque se cree realmente “abajo”, como si ese lugar le
correspondiera por naturaleza. Se suele repetir que sobran empleados y faltan
puestos de trabajo, pero lo que en verdad sobra son personas dispuestas a soportar, a
ceder su dignidad a cambio de pertenecer. Esa aceptación es la que legitima la
fuerza del de arriba y perpetúa la posición del de abajo.
Y aquí aparece un punto incómodo: la fragilidad de quienes aceptan sin cuestionar no solo los vuelve vulnerables, sino también poco confiables. Porque aquel que no puede sostenerse a sí mismo difícilmente pueda sostener un ideal, un compromiso o un propósito común. ¿Cómo confiar en alguien que se deja arrastrar más por el miedo que por sus valores? La persona débil, movida por el temor, no solo se vuelve incapaz de defender lo que cree, sino que termina legitimando con su silencio y su obediencia la fuerza de quien la domina. Es peligrosa porque perpetúa el abuso al tolerarlo, porque al someterse abre camino para que otros también se sometan, y porque al callar convierte en norma lo que debería ser cuestionado. Así, lo que empezó como una concesión individual termina convirtiéndose en un patrón colectivo. Y aunque parezca duro, compadecerse de esa debilidad termina siendo otra forma de sostener el victimismo: lo que parece un gesto de empatía se vuelve una trampa que nos perjudica a todos. Esa debilidad es, al mismo tiempo, causa y consecuencia: alimenta la cadena que después vuelve a atraparnos a todos.
Y lo más contradictorio: muchas veces esas mismas personas
se quejan puertas adentro, en voz baja, pero hacia afuera siguen alimentando el
sistema con su pasividad. Llegan incluso a convencerse de que “las cosas son
así” y no pueden cambiarse, como si el orden injusto fuera una verdad
inamovible en lugar de una construcción que ellos mismos sostienen con su
debilidad.
Es una coreografía perfecta: la realidad es una cagada… pero
pocos están dispuestos a hacer algo por cambiarla. Se refieren a ese cambio
como si fuera un ideal lejano, imposible de alcanzar. Y me resulta increíble:
tildar de “irrealista” a alguien que simplemente sugiere que las cosas pueden
funcionar bien, cuando en realidad depende únicamente de que los involucrados
se comprometan a hacerlas bien, me parece tan lógico que ni siquiera puedo
comprender cómo alguien puede afirmar que lo “realista” es que todo funcione
mal.
Y ahí aparece una contradicción que también arrastramos a nuestra propia vida en todos los niveles: muchos dicen querer felicidad, pero ¿cómo puede florecer la felicidad en un terreno regado por el miedo? La felicidad y el miedo no conviven.: el miedo paraliza,
somete, silencia; la felicidad exige coraje, acción y responsabilidad. No se
trata solo de cómo nos comportamos frente al mundo, sino de cómo encaramos
nuestros propios objetivos. Nadie alcanza una vida plena obedeciendo por miedo
ni cediendo lo que quiere porque “las cosas son así”. La felicidad empieza
cuando uno deja de vivir con miedo a salirse del guion y se atreve a escribir
el suyo propio.
La felicidad y el miedo no son compatibles. No se pueden
sostener al mismo tiempo, porque uno libera y el otro esclaviza. Y acá está lo
más duro: no podés construir nada sólido desde el miedo, ni un vínculo sano, ni
un proyecto duradero, ni una vida con sentido. Quien vive dominado por el temor
se adapta, se doblega, se calla. Y ese silencio no solo mata la felicidad,
también perpetúa lo que la destruye.
Cambiar el mundo no es más que reparar a las personas que lo
habitan. No es fácil, pero es simple: Si cada uno se hiciera responsable de su
miedo y de su coherencia, de su capacidad de decir lo que piensa y actuar según
lo que valora, la transformación no sería un ideal lejano: sería tangible, aquí
y ahora. La felicidad dejaría de ser un espejismo y empezaríamos a construir un
mundo que realmente refleje lo que somos capaces de ser.
Y esa misma lógica de profundidad y coherencia es la que
aplico cuando miro ciertas formaciones, sobre todo en marketing, obsesionadas
con enseñarte a “atraer público” Digamos que yo no soy lo que se dice
comercial. Prefiero la filosofía de antes, la que invita a pensar, a
cuestionar, no la de los “5 tips para alcanzar la felicidad”. Porque, con la
cantidad de publicaciones que veo con listas de 5 o 10 pasos para resolver un
problema, no me sorprende que los problemas sigan sin resolverse.
Los tips solo funcionan si los encarnás. Repetir frases
frente al espejo o escribir listas de agradecimientos sin sentirlas es pura
farsa: decir “me amo” todas las mañanas y salir al mundo sin defender tus
ideas, elegir las apariencias, tolerar malos tratos o no poner límites es una
contradicción a toda regla. Dar gracias por lo que tenés mientras pensás en lo
que te falta convierte el “gracias” en un simple protocolo, como el “permiso” o
el “por favor”, más que en una conciencia real de lo bueno que la vida te está
ofreciendo ahora mismo. Y esto incluye todo lo que ya tenés, sin discriminar a
nadie, porque cada uno tiene recursos y oportunidades distintos, desafíos
propios que afrontar y herramientas únicas para superarlos. A menudo pasamos
por alto lo que ya tenemos porque nos distrae comparar nuestra vida con la de
otros, creyendo que sus recursos son mejores, cuando en realidad cada camino
tiene sus propias posibilidades de ser valoradas y aprovechadas.
La felicidad no es un mantra: es biología. Nace cuando lo
que pensás, sentís y hacés hablan el mismo idioma. Esa coherencia interna tiene
un correlato fisiológico: reduce la activación de la amígdala y del sistema de
estrés (hipotálamo–hipófisis–suprarrenal), lo que significa menos cortisol
circulando. Cuando vivimos con bienestar, conexión y congruencia con nuestros
valores, se activan neurotransmisores y hormonas que nos hacen sentir realmente
bien: endorfinas, que generan placer; dopamina, que motiva y recompensa;
oxitocina, que fortalece vínculos y confianza; y serotonina, que regula el
ánimo y da sensación de seguridad. La felicidad no es solo química: es la
consecuencia de vivir con coherencia, de que tus actos reflejen lo que de
verdad pensás y sentís.
Todo lo demás es ilusión: capas de buenas intenciones que no
tocan la realidad, porque nuestra biología no se puede engañar. Negarla y
pretender otra cosa no es más que seguir posponiendo la felicidad para un
futuro que quizá nunca llegue.
La vida pide compromiso, no consejos rápidos; profundidad,
no postureo. No esperes que alguien te enseñe el secreto ni que la felicidad
llegue por azar: si querés cambiar algo, empezá por vos. Tus valores, tus
acciones, tu coherencia: ahí reside el único camino hacia algo que pueda
llamarse auténtica felicidad.
Preguntate hoy mismo: ¿mis decisiones reflejan lo que
realmente valoro y están en coherencia con quién quiero ser? Si la respuesta es
no, empezá a actuar distinto ahora mismo. Que cada pensamiento, palabra y
acción refleje quién sos de verdad. No solo estarás transformando tu vida, sino
también la del mundo que te rodea.

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