Comunicación con sentido: El silencio también comunica
Esta reflexión forma parte del desarrollo de uno de los módulos del curso Comunicación con sentido, un espacio en construcción que busca explorar el impacto que tiene lo que decimos, lo que callamos y cómo nos vinculamos a través del lenguaje.
Ojalá te invite a pensarte, a incomodarte un poco, y sobre todo, a hacerte cargo del poder que tenés en los pequeños espacios que habitás.
El silencio, lejos de ser una ausencia de comunicación, es uno de los lenguajes más poderosos que existen. Todo lo que no decimos, lo que callamos, lo que evitamos nombrar, también habla. Y muchas veces, habla más fuerte que las palabras.
Hay silencios que protegen, silencios que duelen, silencios que manipulan, y silencios que perpetúan. En nuestra historia personal y colectiva, el silencio ha sido muchas veces un pacto invisible para sostener lo que no funciona: secretos familiares, injusticias sociales, vínculos disfuncionales. Callar para no incomodar. Para no ser rechazados. Para no romper lo que en realidad ya está roto.
Pero lo no dicho no es neutral. No decir es también una forma de posicionarse. Y muchas veces, ese silencio es cómplice. Cómplice del abuso, del maltrato, de la desigualdad, de las estructuras que oprimen. Porque cuando callamos frente a lo injusto, no lo estamos frenando: lo estamos dejando pasar. Le estamos cediendo lugar.
Y lo más paradójico es que, cuando alguien finalmente rompe ese silencio —porque ya no puede más, porque es quien carga con las consecuencias, porque el daño ya le tocó el cuerpo o el alma—, muchas veces se lo etiqueta de conflictivo, de exagerado, de violento. Como si hablar fuera el problema, y no lo que viene ocurriendo en silencio. Esa reacción tiene su raíz en una creencia muy instalada: que el silencio es lo que “corresponde”, que no hay que hacer olas, que es mejor sostener un orden aparente aunque por dentro todo sea un caos. En esa lógica, el que habla desordena, pero no porque traiga violencia, sino porque expone una que ya estaba ahí: pasiva, naturalizada y legitimada por el silencio.
El silencio puede parecer más inofensivo que una palabra hiriente, pero muchas veces es más cruel. Porque no ofrece salida, ni permite reparación. Es una forma de abandono disfrazada de prudencia. Una violencia pasiva que no deja marcas visibles, pero que hiere profundo: en quien espera una respuesta, en quien necesita ser visto, en quien cuenta su verdad y encuentra solo un vacío.
También está el silencio de quien ve algo que está mal y decide mirar para otro lado. Por miedo, por comodidad o por ese pensamiento aprendido de “no meterse”. Pero no meterse es, muchas veces, dejar que siga pasando. Es sostener la rueda. Es dejar que lo arregle otro. Y ese otro nunca llega, porque todos están esperando que lo haga alguien más.
Callar cuando sabemos que algo duele, cuando sabemos que algo no está bien, no es neutralidad: es omisión. Y la omisión es también una forma de violencia. No siempre por maldad, muchas veces por miedo o desconexión, pero violencia al fin. Porque donde podría haber reparación, comprensión o cambio, solo queda un vacío que lo perpetúa todo.
El silencio tiene un poder enorme. Puede contener, puede sanar, puede dar espacio. Pero también puede anular, encubrir, destruir.
Pero todo silencio tiene un costo.
Lo que no se dice, se actúa: se transforma en distancia, en tensión, en indiferencia, en actitudes que lastiman sin palabras.
Lo que no se nombra, no se transforma: sigue operando desde las sombras, repitiéndose una y otra vez, contaminando vínculos, decisiones y espacios.
Y así, sin darnos cuenta, terminamos legitimando con nuestro silencio un sistema que muchas veces criticamos, sobre todo cuando nos afecta de forma personal. Pero en ningún momento nos hacemos cargo de que, al callar, también lo estamos sosteniendo. Le damos forma con cada omisión. Le damos permiso cada vez que no decimos nada.
Callamos por miedo a las consecuencias, por no saber cómo va a caer lo que tenemos para decir, por no querer perder o confrontar. Pero al callar, muchas veces también cedemos poder, coherencia y autenticidad. Dejamos que las cosas sigan como están, incluso cuando no están bien. Y ese silencio sostenido, muchas veces, se vuelve una forma de complicidad con lo que en realidad quisiéramos cambiar.
El silencio también puede ser un mensaje ambiguo, un refugio aparente desde donde evitar el conflicto, o incluso una forma de castigo pasivo. Por eso, en cualquier vínculo —personal o profesional— es importante aprender a leer el silencio: qué está diciendo, qué está escondiendo, qué está sosteniendo.
En el ámbito terapéutico, el silencio puede ser una herramienta para escuchar más allá de las palabras. Lo que una persona no puede nombrar, lo que esquiva, lo que convierte en broma o minimiza… también está hablando.
Detrás de cada evasiva suele haber una historia. Y detrás de cada historia, muchas veces hay un mandato: “de eso no se habla”, “callate, no es para tanto”, “mejor no revolver el pasado”, “a ver si hablás y encima la empeorás”.
Son frases que se clavan sin dejar marca, pero modelan nuestra forma de estar en el mundo. Porque cuando lo no dicho se vuelve regla, el silencio deja de ser una opción: se vuelve un límite que no se puede cruzar reforzando el mandato del silencio por protección o autocensura.
Esos mandatos, muchas veces heredados de forma inconsciente, construyen el guión desde el cual nos relacionamos. Guión que, sin darnos cuenta, repetimos en la pareja, en el trabajo, en la familia… en la manera en que evitamos ciertos temas, aunque duelan o nos limiten.
Romper con ese guión implica atreverse a poner en palabras lo que siempre se evitó. No para generar conflicto, sino para salir del bucle que el silencio ayuda a sostener. Como facilitadores, coaches o terapeutas, acompañar a alguien en ese proceso no significa empujarlo a hablar, sino crear un espacio donde hablar sea posible, seguro y reparador.
Porque solo cuando el silencio deja de ser imposición y se convierte en elección, empieza a ser libertad.
Quisiera detenerme antes de continuar y hacer una reflexión personal, porque este tema en particular me toca profundamente. Como mencioné al inicio del curso, no hay mensajes neutros ni inocentes: el contenido siempre está atravesado por la mirada de quien lo emite. Y este curso no es la excepción.
A veces creemos que los grandes cambios solo pueden venir desde las grandes esferas. Que para transformar el mundo hay que tener poder, recursos, visibilidad. Pero el mundo no es una torre lejana e inaccesible: es un entramado de pequeños espacios, de vínculos cotidianos, de gestos mínimos que, repetidos, sostienen una forma de estar juntos.
Y en cada uno de esos espacios, estamos nosotros. Con nuestra voz, nuestras decisiones, nuestros silencios.
Es cierto que una sola persona no puede cambiarlo todo. Pero puede encender una luz donde antes solo había sombras. Puede poner una voz y ser la primera en nombrar lo que todos sienten, pero nadie se atreve a decir. Puede interrumpir una cadena de complicidades normalizadas. Puede decir “esto no está bien” cuando lo más fácil sería callar.
Porque lo que llamamos “arriba” —el sistema, la cultura, el poder— no es más que una suma de miles de “abajos” que lo alimentan cada día. Se sostiene porque lo sostenemos. Porque cada vez que repetimos que “las cosas son así”, también repetimos que no hay nada que hacer. Y esa es la afirmación más peligrosa de todas.
Pero las cosas no son así por naturaleza: son así porque muchas veces elegimos no hacer nada para que sean de otra manera. Y cuando empezamos a asumir la responsabilidad en el lugar que nos toca —en casa, en el trabajo, en los vínculos que habitamos— el engranaje se afloja. El orden aparente se desarma. Y algo distinto se vuelve posible.
Un mundo más justo no se construye con grandes discursos, sino con pequeñas valentías. Una palabra dicha a tiempo. Un silencio que se rompe. Una mirada que no se desvía. Una persona que ya no tolera lo intolerable.
Entonces sí: las cosas pueden dejar de ser así. Para empezar a ser de otra manera.
Una donde no se guarden secretos por vergüenza, ni se sostenga una imagen falsa que queda bien.
Una donde no sea tan fácil hacer las cosas mal y salir impune, porque quienes están alrededor ya no callan, ni miran para otro lado.
Se hacen cargo. Y al hacerlo, están cambiando el mundo.
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