Capitulo VII: Los mitos y los miedos 2° parte
La realidad es neutra. El lenguaje no
“Tus
creencias no están hechas de realidades sino más bien es tu realidad la que
está hecha de creencias.” Richard Bandler
Desde el comienzo de los tiempos, el ser humano necesitó explicarse el mundo. Así nacieron los mitos: relatos que tejían héroes, dioses y criaturas sobrenaturales para dar sentido a lo incomprensible. Cada cultura construyó su historia del origen, su manera de entender lo desconocido.
Con el paso del tiempo y bajo la bandera de la “civilización”, los misioneros llegaron a imponer no una versión más, sino la versión. Mataron los mitos para establecer el mito. Donde antes había dioses diversos, colocaron a un único Dios verdadero. Y lo hicieron al precio que fuera necesario.
Mientras la Iglesia perseguía y condenaba a quienes realmente sabían de medicina o conocían los secretos de la naturaleza, la ciencia fue ganando terreno, dando explicaciones “más adultas”, o al menos más aceptables dentro de los límites de la razón.
Y así llegamos al presente. Un presente en el que, salvo excepciones o por conveniencia, ya no se busca comprender, sino que nos lo cuenten. Queremos que alguien más nos diga de qué se trata, e intentamos que eso encaje con lo que ya creemos.
No voy a negar que la mitología tiene relatos bastante rebuscados. Pero no más que los de la Biblia: una mujer que hablaba con una serpiente, Moisés abriendo las aguas para salvar a su pueblo, Noé construyendo un arca para salvar a todas las especies, mujeres que parían vírgenes, otras que lo hacían a los noventa… y muchas otras historias fantásticas.
No soy yo quien va a juzgar en qué quiere creer cada quien. Después de todo, todavía le escribo cartas a Papá Noel. Lo que no puedo entender es cómo siguen vigentes tantas creencias y limitaciones impuestas por una institución con una historia moral más que cuestionable.
Evidentemente, la necesidad de un padre salvador, de proyectar la fe en algo externo, sigue siendo muy fuerte. Y en una sociedad que no quiere hacerse responsable de sí misma ni tomar conciencia de su capacidad creadora… tiene todo el sentido del mundo.
En los tiempos actuales, si miramos con atención, veremos que los arquetipos míticos y sus sombras siguen presentes en cada ser humano. Y si afinamos el oído, también descubriremos que los inquisidores no desaparecieron: aún caminan entre nosotros.
Han cambiado de rostro, de lenguaje y de estrategia, pero siguen cumpliendo la misma función: señalar al diferente, al que incomoda, al que desafía lo establecido. Hoy no llevan antorchas ni capuchas, pero se esconden tras discursos de corrección, detrás de expectativas familiares, mandatos sociales o verdades incuestionables disfrazadas de buenas intenciones. Persiguen lo que no encaja, lo que aún no puede explicarse con sus categorías.
A lo largo de la historia, cada época tuvo su relato dominante, su manera de explicar el mundo. A veces fue un dios, otras veces una teoría, una ideología o un sistema de creencias que prometía respuestas y orden. La necesidad de certeza es parte del miedo ancestral al vacío. Y muchas veces, parece más importante encajar en un relato, aunque sea ajeno, que comprobar su veracidad o sentirlo propio. Por eso, cuando alguien se atreve a mirar más allá del límite marcado, no solo se activa un viejo reflejo colectivo, sino también personal y familiar: proteger la estructura, atacar al que duda, desacreditar o rechazar al que propone otra forma de ver. A veces, basta una pregunta para despertar resistencias. Y no porque sea ofensiva, sino porque amenaza la comodidad de lo que se da por cierto.
Sin embargo, también siempre existieron los que se atrevieron a cruzar ese umbral. Los que no aceptaron una sola versión de la realidad. Porque si algo nos muestran los mitos es que la búsqueda de sentido es parte de nuestra naturaleza. Y si algo nos recuerda la física cuántica es que lo que vemos depende de cómo lo observamos.
Quizá por eso hoy, más que nunca, necesitamos cuestionar con una mirada crítica aquello que durante años dimos por cierto. Desarmar certezas heredadas. Animarnos a buscar nuestras propias respuestas. Reconocer que nuestra percepción no solo refleja la realidad, sino que también la moldea. La realidad puede ser neutra, pero el lenguaje con el que la nombramos no lo es. Cada palabra que usamos para describir el mundo carga con interpretaciones, valores y creencias, y cada idea que se promueve para mover masas, intereses. Por eso, revisar el lenguaje también es revisar la forma en que construimos nuestra experiencia.
Porque si partimos de una idea incorrecta, todo el camino sustentado en esa idea se desvía. Podemos recorrerlo con convicción, incluso con esfuerzo y sacrificio, pero el resultado seguirá estando lejos de aquello que verdaderamente necesitamos o buscamos. A veces, cuestionar una sola palabra puede ser suficiente para cambiar el rumbo completo.
Puede parecer paradójico: ¿cómo validar una verdad si solo existe para quien la observa? Suena inestable, subjetivo, peligroso incluso. Pero dentro del marco cuántico —ese universo donde la materia espera ser mirada para definirse— todo cobra otra lógica. A veces, más que ciencia, parece poesía. Pero lo interesante es que no se trata de magia, sino de interpretación.
Si aceptamos que la realidad es neutra, entonces cada hecho que vivimos simplemente es. No trae adjetivos incorporados. Somos nosotros quienes, desde nuestra mente dual, la revestimos de “bueno” o “malo”, de “correcto” o “incorrecto”, según los relatos que heredamos y repetimos. Y en esa etiqueta empieza el drama.
Porque el sufrimiento no surge tanto del hecho en sí, sino del sentido que le damos. Lo vemos todos los días: lo que se acepta en uno se condena en otro, lo que hoy se celebra, ayer se castigaba. ¿La diferencia? El marco de interpretación. La historia que nos contamos.
Y si apagamos ese ruido —el de los juicios, las suposiciones, las predicciones que jamás se cumplen— solo queda el hecho desnudo. Y, con él, una de las escenas más absurdas de la experiencia humana: estar mal hoy por algo que todavía no ocurrió.
A esta altura, ya no lo llamo tragedia. Es una comedia bien escrita, con tintes de drama y obsesión por el control. No sé si estamos entrenándonos para sufrir con estilo o si simplemente nos cuesta aceptar que no sabemos nada. Pero de algo estoy segura: la imaginación, esa maravilla creadora, nos mete en más problemas que la vida misma. No tanto por lo que hace, sino por todo lo que nos impide hacer.
Henry Ford decía:
“Los que renuncian son más numerosos que los que fracasan.”
Y algo de eso hay. Pero también hay una renuncia menos evidente: la de pensar con criterio propio. La mayoría camina con su balanza de justicia en la mano, pero la usa según le conviene. A veces pesa principios; otras, excusas.
Justificamos lo que hacemos —y lo que hacen los nuestros— porque conocemos la historia detrás. Cargamos el acto con nuestro relato y eso le da peso, sentido, perdón. Pero cuando lo mismo lo hace otro, alguien sin contexto conocido, lo juzgamos al instante. Sin matices. Sin preguntas. Solo con la etiqueta.
La empatía, entonces, no es sentir lo mismo. Es entender que del otro lado también hay una historia, aunque no la conozcamos. Y es algo que todavía escasea. Una habilidad que no se enseña en exámenes, pero que debería cultivarse desde la infancia, si de verdad queremos hablar de evolución.
Porque no es fácil ser en un mundo que premia el resultado, donde una minoría impone qué vale y qué no. Donde lo importante no es lo que uno es, sino lo que puede mostrar. El sistema mide con reglas ajenas y, para encajar, muchos se disfrazan.
El juicio social no se basa en ética compartida, sino en la necesidad de aprobación. La imagen vale más que la verdad. Y el ejemplo es simple: la gente invierte más en estética que en terapia.
A mí, por lo menos, me resulta tragicómico escuchar a alguien salir de la peluquería diciendo:
“Necesitaba un cambio.”
Vivimos en un mundo que premia la claridad, lo definido, lo concreto. Y eso no es casual: la definición da una falsa sensación de control. Nombrar algo nos alivia, porque lo encierra. Lo vuelve manejable, explicable, clasificable. Y en una cultura que le teme profundamente a lo incierto, esa sensación es adictiva. El lenguaje, con toda su potencia, también cumple ese rol: nos da palabras para explicar lo que no entendemos… aunque a veces las palabras lleguen antes que la comprensión. Y así repetimos definiciones como quien repite un hechizo, esperando que eso calme el miedo de no saber.
Considero que definir limita la imaginación.
Un psicólogo podría comer durante años con esa frase… claro, siempre que sea capaz de salirse del manual de etiquetas. Porque sí, exceder los límites a veces puede ser un problema, pero otras tantas, también puede ser la solución.
Vale aclarar que cuando hablo de límites, me refiero siempre a los propios. Hay mucha gente que todavía no entiende la diferencia entre ejercer su libertad y violar la de los demás.
Definir limita, porque lo cerrado y concreto no deja espacio a lo nuevo. En cambio, en lo inacabado, siempre hay tiempo de añadir un toque más… de perfección, de creatividad, o incluso de error. Pero al menos, hay margen para algo más.
A veces, definir es como anticipar una decepción: si lo concreto no se parece a lo que imaginé, puede frustrarme. Si no lo defino, el ideal sigue intacto. Sin embargo, admito que en varias ocasiones lo real superó mis expectativas.
Paradójicamente, mientras intentamos definirlo todo —las emociones, los vínculos, los planes, incluso a nosotros mismos— evitamos las preguntas más importantes: ¿qué quiero realmente? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué sentido tiene lo que hago? Y por eso preferimos girar en círculos, repitiendo fórmulas ajenas, usando palabras prestadas. Como si el lenguaje nos protegiera del vértigo de lo desconocido. Como si definirlo todo nos hiciera sentir menos perdidos.
Pero en ese afán por ordenar el mundo hacia afuera, nos olvidamos de hacer las preguntas que importan hacia adentro. Y así seguimos: nombrando todo con precisión quirúrgica, mientras evitamos mirar lo que verdaderamente nos mueve o nos frena. Porque enfrentar el propio vacío —ese espacio incómodo donde no tenemos respuestas listas ni frases motivacionales que lo resuelvan— da miedo.
Y ese miedo, silencioso pero insistente, es el que sostiene muchas de nuestras ficciones. Muy a menudo, el mundo que percibo —al menos el que a mi me tocó ver— se parece mucho más a las sombras proyectadas en la caverna que al ideal platónico.
Nos acostumbramos tanto a mirar en una sola dirección, que terminamos confundiendo la proyección con la fuente. Y aunque afuera haya una luz cegadora esperándonos, preferimos el frío conocido de las sombras. Porque salir implica esfuerzo. Implica renunciar a la seguridad de lo que creemos cierto, y eso, para muchos, es demasiado.
Por más que una minoría intente mostrar la luz que hay fuera, cada quien sigue proyectando su propia realidad sobre las sombras de lo cotidiano.
Y en lo cotidiano… hay mucho de lo que nos han contado que es el mundo. Mucho guion heredado. Mucho personaje asignado de antemano.
La metáfora de la caverna sigue siendo una herramienta excelente para entender la esclavitud a la que nos somete la ignorancia. Esa negación a creer que lo que vemos y vivimos no es lo único real. No recuerdo haber vivido en los tiempos de Platón, pero todo parece indicar que, hace 2500 años, también se vendía humo.
Y lo más curioso es que, aun cuando un prisionero —liberado de la oscuridad— intentara mostrar el camino al resto, la mayoría elegiría permanecer en las sombras.
Por miedo al cambio.
Por miedo a lo desconocido.
O simplemente por no ser capaz, siquiera, de dudar que las cosas puedan ser distintas.
Y si bien la alegoría platónica señala que el camino de evolución va desde lo sensible hacia lo inteligible, difiero completamente de esa línea recta tan bien trazada. Creo, más bien, que el verdadero viaje es hacia adentro.
No se trata de huir del mundo sensible, sino de comprender que la interpretación de ese mundo nace en nosotros. Que lo inteligible no está allá afuera, flotando como una idea perfecta, sino latiendo dentro de cada uno, esperando ser escuchado.
La razón —esa voz que suele llegar con argumentos, pruebas y causas aparentes— no es más que una conclusión. Un resultado condicionado por las ideas que nos vendieron, por los relatos que compramos sin dudar, y por la manera en que integramos lo que nos pasó.
La intuición del alma, en cambio, no necesita gritar. Habla bajito, siempre con el mismo tono. Lo que cambia no es su mensaje, sino el ruido que ponemos para no escucharla. Distracciones, justificaciones, deberes, dramas... todo lo necesario para acallar eso que, en el fondo, ya sabemos.
Quizás la intención original haya sido la misma: salir de la ignorancia. Pero no creo que la interpretación del camino sea un detalle menor. Si algo me resulta cada vez más evidente, es que lo que llamamos realidad, es una construccion. Y que esa construcción no depende del conocimiento académico, ni de la lógica racional, sino de la capacidad de mirar adentro y sostener la incomodidad de no tener todas las respuestas.
Porque si hay algo que debería darnos miedo —y, sin embargo, rara vez nos asusta— es construir certezas sobre cimientos que jamás cuestionamos.
Y es que mirar hacia adentro no es solo una decisión filosófica ni un gesto simbólico. Es un acto de coraje. De vulnerabilidad pura. Porque lo que encontramos ahí —en ese silencio donde ya no hay sombras ni distracciones— no siempre es lo que esperábamos ver.
Brené Brown, escritora y conferencista estadounidense, quien lleva años investigando el coraje, la empatía y la vergüenza, define la vulnerabilidad como la disposición a actuar cuando no se pueden controlar los resultados. "La valentía se mide por lo vulnerable que estás dispuesto a ser.” Y no podría estar más de acuerdo. Porque avanzar hacia uno mismo, sin garantías, sin certezas, sin saber si el suelo va a estar ahí cuando pongas el pie, es de los gestos más valientes que podemos tener.
Pero también hay otra forma de vulnerabilidad, igual de desafiante: la de mostrarnos tal cual somos ante los demás. Sin máscaras. Sin discursos ensayados. Con nuestras dudas, nuestras emociones a flor de piel, nuestras partes rotas que no siempre sabemos cómo sostener. Y eso, en un mundo que premia la perfección, que castiga el error y que muchas veces ridiculiza la sensibilidad, también es un acto de resistencia. La vulnerabilidad no es debilidad: es la puerta que abre la posibilidad de un vínculo genuino, tanto con nosotros mismos como con los otros.
Y mostrarnos vulnerables frente a otros no requiere más valentía que la que hace falta para mirar hacia adentro. Porque enfrentarse a uno mismo también es una apuesta incierta. No sabemos si nos va a gustar lo que encontremos. El viaje hacia adentro exige rendirse a la incomodidad de descubrir que no todo lo que habita en nosotros es luz. Es animarse a avanzar sin validación inmediata, sin manuales, sin certezas. Pero si logramos poner en nosotros esa fe ciega que tantas veces depositamos en verdades ajenas, quizás descubramos que las respuestas que buscamos ya están adentro.
En definitiva, cuando lanzamos una moneda al aire, internamente sabemos cuál es la cara que queremos que salga.
Esa pequeña certeza interna —ese deseo íntimo— es la brújula más honesta que tenemos. No siempre tenemos claro el camino, pero el cuerpo, la emoción, algo en nosotros ya sabe. Tal vez no tengamos todas las respuestas, y tal vez nunca las tengamos, pero aprender a escucharnos es empezar a vivir desde un lugar más real. Porque si hay algo que el presente nos exige, es autenticidad. Y si hay algo que el futuro no tolera, son certezas disfrazadas. Al futuro no se llega con respuestas; se llega con preguntas.

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