Capítulo III "Lo distinto"
“Lo distinto”
Los tiempos en los que existía el otro se han ido.
El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como
deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy, la
negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual. La proliferación
de lo igual es lo que constituye las alteraciones patológicas de las que está
aquejado el cuerpo social.
Byung-Chul
Han. (La expulsión de lo distinto)
Creo mucho en las sincronicidades. Empecé a notarlas hace casi diez años, pero probablemente siempre estuvieron ahí. Son como dos hechos que se entrelazan en tiempo y espacio, una especie de alineación mágica entre lo que ocurre dentro y algo que sucede afuera. Algunos lo llaman casualidad. Yo prefiero llamarlo mensaje del Universo.
Aunque somos libres —y estamos decidiendo todo el tiempo— cuando logramos salir del pasado y dejamos de preocuparnos inútilmente por el futuro, algo cambia. Al vivir en el presente y conectarnos con la fuente, la vida... el destino... nos da una mano. No porque nos imponga caminos o señales, sino porque, si andamos por la vida en piloto automático, es natural que se nos pasen de largo.
A veces me cuesta entender lo que me quieren decir. Supongo que es porque también fui programada como humana, y cuando se activa el instinto de protección, el pequeño reptil que llevo en la cabeza grita tan fuerte que el alma no puede escuchar. Entonces, simplemente dejo que el destino hable.
Sin embargo, cuando un tema se repite, o hay una pregunta que me ronda, levanto las antenas y presto atención. Me dejo guiar. El Universo SIEMPRE responde. 😊
No estaba del todo segura de cómo decir algunas cosas. Aunque siempre elegí la escritura como medio para poder pensar lo que digo y elegir con cuidado las palabras, mi cabeza a veces va tan rápido que traducirme a mí misma no siempre es una tarea precisa.
Sé que el sarcasmo puede resultar hiriente dependiendo de quién lo lea, y que hay quienes se detienen más en el tono que en el contenido. Pero también hay comportamientos que me resultan tan evidentes, tan absurdamente obvios, que me cuesta comprender cómo no lo son para todos. Y eso, a pesar de saber que detrás de lo que cada uno percibe como realidad hay una maraña inmensa de historias, creencias, heridas y distorsiones.
No escribo desde la dureza para herir, ni desde la suavidad para agradar. No es en la sensibilidad donde quiero detenerme, sino en la responsabilidad: la de quien se reconoce en el rol de víctima pero también se anima a cuestionarlo para poder salir de él. Y la experiencia me ha enseñado que la sutileza muchas veces se pierde; que a veces, para mover algo, hay que incomodar.
Algo tiene que sacudirnos lo suficiente como para que la incomodidad nos obligue a movernos de ese lugar. Porque sí, existe una disposición biológica que nos lleva a repetir una y otra vez los mismos patrones, a reaccionar como siempre, a elegir lo que conocemos, incluso cuando eso nos hace mal. Pero si de verdad queremos construir una vida que nos llene, tenemos que empezar por hacer consciente ese mecanismo automático que nos pone en el lugar de víctimas. Reconocer qué buscamos al sostener ese rol, qué nos aporta —aunque duela admitirlo—, y trabajar día a día en crear hábitos nuevos, para que cada una de nuestras células se acostumbre al nuevo rol que elegimos asumir. Este mundo necesita más protagonistas.
Tal vez, si describiera cómo veo a la sociedad en una conferencia, el impacto sería otro. Ahí uno puede ponerle voz, pausa, mirada… algo más que un montón de palabras encadenadas que, fuera de contexto, podrían sonar más duras de lo que intento transmitir. Pero para el TEDx todavía me falta un trecho. Así que, como dice mi amigo Jack… vamos por partes.
Mientras le daba vueltas a todo esto y me sentía en un punto muerto, puse una película para desenchufar un poco el cerebro antes de dormir. Desenchufar es una forma de decir, porque hasta cuando duermo dejo meditaciones, cursos o audios subliminales. No me gusta desaprovechar esas horas en las que, técnicamente, no me entero de lo que estoy haciendo.
La cuestión es que me quedó flotando una frase de la peli:
“¿Cómo aniquilas a los humanos? Primero, los despojas de su humanidad.”
(La quinta ola).
Mmm... tentador. Vi que la piba anotaba algo y yo agarré el cuaderno, por si de paso me pasaban la receta completa. Pero no, la película hace aguas.
Igual, me gusta el cine catástrofe. Más allá de la paranoia clásica de los norteamericanos, te muestra la actitud humana frente a situaciones límite: el miedo, el egoísmo, la falta de consideración por el otro, el sálvese quien pueda. Tan parecido a la sociedad actual, solo que en vez de una invasión alienígena, cada uno "lucha" por sus propios intereses ante peligros abstractos que existen solo en su cabeza.
Y en contraste, siempre aparece ese personaje que, en medio del caos, conserva su humanidad. Alguien con valores en vías de extinción, que no se corrompe, que logra atravesar todas las fuerzas de la naturaleza, dispuesto incluso a dar su vida por el bien común. Está lleno de historias así. Y no tengo ninguna participación en el guión, lo cual quiere decir que no soy la única que ve cómo reacciona el ser humano cuando se siente amenazado.
Teniendo en cuenta que nuestro cerebrito no distingue entre un peligro real y un miedo imaginario, es lógico que vivamos en un estado de supervivencia constante.
Ahora, lo más triste de muchas de estas pelis y series es la parte en la que seleccionan a quiénes van a salvar para preservar la especie. O sea... ¿a los del mismo molde que destruyeron el mundo en la primera temporada? ¡Son unos cracks!
Pero la frase en sí —“despojar a los humanos de su humanidad”— me siguió haciendo ruido.
La noche siguiente puse un documental sobre redes sociales, y los mismos programadores explicaban cómo manipulan “sutilmente” la mente humana para sus propios fines: políticos, publicitarios o simplemente para idiotizarte lo suficiente como para que no apartes los ojos de la pantallita.
Nada que no venga observando desde hace años: la adicción a estar conectados, la dependencia emocional a una notificación, el ruido constante disfrazado de conexión, y, peor aún, la intencionalidad con la que se genera caos para dividirnos. Eso sí: lo que vi era aún más crudo de lo que yo suelo describir y de lo que mi cabeza me permitía imaginar.
Para mí, en sintonía con todo lo que venía pensando, fue una respuesta clara. Distintas frases, distintos escenarios, distintos medios, todos reflejando con precisión los mismos cuestionamientos que yo me estaba haciendo: sobre el tono, sobre la forma, sobre si no estaría exagerando al ver ciertos comportamientos como absurdos, cuando en realidad son tan comunes que duelen.
Un espejo tras otro, mostrándome que lo que percibo no es delirio ni dramatismo, sino una parte muy real de lo que somos.
Sin duda, el Universo me está acompañando en esto…
Y la verdad… es que a la gente no le gusta la verdad, aunque diga lo contrario. La verdad incomoda, sacude, descoloca. Y cuando duele, muchos corren a ponerse el parche: excusas, justificaciones, alcohol, drogas… lo que sea que anestesie. Otros canalizan la bronca: descargan su mierda en redes sociales, páginas de noticias, los conductores del carril de al lado, el barrio, la familia, el sistema, o lo que se les cruce. Pero la verdad es que hasta que no sanes el enojo que tenés adentro, nada de eso va a alcanzar. Siempre va a haber algo o alguien que te irrite, porque el problema no está afuera.
Lo sé porque lo experimenté en mi propia vida, y también lo observé en personas que me rodean, tanto en vínculos personales como en el trabajo con pacientes: En quienes se animan a mirarse de frente, y también en quienes eligen huir. Cuando uno se miente a sí mismo, hay un ruido interno que no te deja descansar. Vivís frustrado incluso en situaciones que deberían darte poder. Pero cuando te enfrentás a esa verdad, aunque duela, algo se ordena. La herida arde, pero después calma. Y la transformación, juro, vale la pena.
Negarte a ver eso es autoflagelo. Es elegir caminar con una sombra que siempre va a estar ahí mientras no te animes a darle luz. Y aunque me cuesta entender cómo alguien puede elegir vivir anestesiado, lleno de insatisfacción y aferrado al sufrimiento como si no hubiera otra opción, también sé que no todos entienden por qué alguien pasaría su vida tratando de descifrar la naturaleza humana y el sentido de todo esto. Que también tiene su costo.
Pero como esto va dirigido a quienes tienen el coraje —o la honestidad brutal— de hacerse cargo de su vida, no puedo dejar afuera el recorrido que me trajo hasta acá. Cada obstáculo, cada filtro que atravesé, tenía un propósito: mostrarme que la verdadera realización se construye desde adentro. Y solo desde ahí, desde ese trabajo profundo, es posible generar un cambio real allá afuera.
Hace muchos años, tuve una entrevista grupal para Cablevisión… (Fin del espacio publicitario). Habían dibujado un círculo en el pizarrón y, al igual que en la mesa redonda donde estábamos sentados, nos pedían escribir nuestros nombres alrededor del círculo. El primero que se animó a romper el hielo fue quien la tuvo fácil, sin seguir al rebaño. El resto hizo lo mismo, escribiendo su nombre de la misma forma, pero cuando llegó mi turno… ¡Chan! Sin darme cuenta, escribí mi nombre por fuera del círculo, mientras todos lo hacían por dentro. Al volver a mi asiento, el chico a mi lado me mostró lo que había hecho y me explicó por qué podría estar mal visto.
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¿Qué estás diciendo, Willis? ¿Mal visto?
No me llamaron para la siguiente entrevista, y no diré que eso tuvo algo que ver, pero jamás me culparía por hacer algo diferente. Lo más estúpido que hice en mi vida (en una entrevista, porque en la vida… uff, podría escribir varios tomos) fue dibujar a la chica con paraguas como me dijeron. La vida no me concedió el don del dibujo, si no, hubiese hecho el storyboard de Singin’ in the Rain.
Lo distinto es lo que hace la diferencia. Lo igual solo reproduce el mismo modelo, los mismos resultados. Si quien tiene el poder de decidir no ve eso, el problema es suyo, no mío. Puede que no esté capacitado o, al contrario, muy bien adoctrinado. Y esto no significa que me considere mejor que los demás, como alguna vez escuché. El capo en esa situación fue el chico que se dio cuenta, yo como quien oye llover.
Pero hay un tema importante con la humildad y la soberbia en nuestra sociedad. Agachar la cabeza o ser una arrastrada no te hace humilde; ni valorar lo que haces bien te convierte en soberbio. Soberbio es pararte frente a otro ser humano y creer que no tiene nada que enseñarte. Yo creo que es más lógico pensar que todos tenemos algo distinto que aportar, y esa es la idea. Todos somos diferentes de alguna manera, solo que algunos aún no lo saben.
La jerarquización de la tarea es una convención social. Todos necesitamos de todos. Como decía la Madre Teresa de Calcuta: "Yo hago lo que usted no puede y usted hace lo que yo no puedo. Juntos podemos hacer grandes cosas." Pero nos educaron para ser como dicta la sociedad, para ser aceptados, y la mayoría teme mostrar sus diferencias. Nos educaron para competir, no para encajar y sumar. Y lo que implica la competencia es que para que alguien gane, otro tiene que perder. Así no se construye...
Es en la diversidad donde realmente pueden generarse los cambios. Lo igual solo es para quienes no quieren romper el orden establecido, incluso si no están satisfechos con él. Y esto es aplicable en lo laboral y en todos los aspectos de la vida.
Sin pretender ser reduccionista, Han, en la expulsión de lo distinto, se referirá a las formas actuales que reproducen lo igual, dejando fuera del sistema todo lo que no es funcional a él, lo que no se adapta o no se somete al intercambio, sobre todo en lo que respecta al consumo. Lo relativo a los algoritmos que nos unen por tener las mismas preferencias, los mismos gustos, el "me gusta", las sugerencias de Netflix, las de YouTube, etc., etc... Sin embargo, aunque hoy las consecuencias puedan ser más evidentes y generar impactos más significativos en la personalidad, esto no es algo nuevo; tiene que ver con el acceso, la multiplicidad de soportes, la globalización y la velocidad con la que circula la información, no porque no haya sido un fin desde el principio. Desde que se creó la escuela, los niños han sido manipulados como mercancías de un sistema de producción en serie. Son calificados y comparados, como si todos tuvieran que ser iguales, en lugar de enseñarles a descubrir y trabajar su potencial desde pequeños, para que, al crecer, sepan qué valor pueden aportar a la sociedad.
El niño es curioso y creativo por naturaleza, eso es lo primero que destruyen. ¿Qué podemos esperar de los adultos si todos tuvimos que pasar por ahí? Lo ideal sería hacer expertos a los maestros en jardinería, para que sepan distinguir la semilla que cada niño lleva dentro, darle el cuidado que necesita y extraer su potencial en el momento justo, cuando es el momento adecuado para sembrar. Porque si algo demostraron los padres este año, es que ellos también pueden enseñarles a leer.
Nunca fui de enroscarme demasiado con grandes teorías, pero a veces siento que el coronavirus podría convertirse en la serie con más temporadas. Es un escenario funcional: no solo aleja del circuito a quienes ya no están en edad productiva, sino que también fragmenta los vínculos sociales. No hace falta una dictadura visible si la gente, por miedo, empieza a restringirse sola. Y ojo, no estoy negando la existencia ni la gravedad del virus, simplemente me llama la atención cómo su aparición coincidió con un impulso vertiginoso de lo digital, el aislamiento y el control de la información.
Hoy, más que nunca, parece que lo verdaderamente libre no son las personas, sino la circulación del capital… y de los datos
Hoy me encontré con un mail que me preguntaba cómo había sido mi experiencia en el cajero de la calle tal, del día tal a la hora tal... ¡What! Un dolor de cabeza, le puse. Si para sacar una clave, tengo que dar una vuelta manzana en una pata, ponerme en cuatro, hacer 10 lagartijas, ir a mi casa, entrar por la app, entrar por la computadora, desbloquear la tarjeta, correr de nuevo al cajero para volver a hacer el intento... ¿todo eso por mi supuesta seguridad? ¿O porque te estás cagando de risa de mí, mientras me ves por la cámara...?
Mi primer análisis sobre las redes sociales había sido mucho más simple: si la foto de un plato de ñoquis tiene más me gusta que un pensamiento filosófico, tengo que cambiar de amigos. Si en lugar de ser un espacio positivo, para compartir, para aprender, para sumar, para ser solidario, para reírte un rato, me voy a llenar de mierda con cada cosa que leo, entonces por acá no es... Pero no voy a echarle la culpa a internet, ni a las nuevas tecnologías. Son solo herramientas, y cómo cada uno las utilice es solo un reflejo de lo que tiene adentro. Nadie puede dar lo que no tiene. Si alguien me diera un martillazo, no podría culpar al creador del martillo, ni al ferretero. Del mismo modo, que no podemos culpar a Einstein del mal uso de la energía nuclear.
Volviendo al principio, tiene todo el sentido decir que para aniquilar a la humanidad no hace falta una bomba, basta con desconectarla de lo que la hace verdaderamente humana. Basta con cubrir la empatía con miedo, reemplazar los vínculos reales por vínculos de consumo, vaciar de sentido las palabras más nobles, y convencerla de que corre una carrera que no existe. Una carrera que la obliga a producir, consumir y compararse sin parar… aunque eso implique destruir su entorno, su salud mental, su alma, y el futuro de las próximas generaciones.
Nos dijeron que debíamos conseguir para ser felices, sin enseñarnos a preguntarnos si eso que perseguimos es realmente nuestro deseo… o solo una imposición disfrazada de éxito. Y lo más perverso de todo, es que mientras corremos, nos mantienen entretenidos. Para que no miremos alrededor. Para que no miremos adentro. Para que no nos demos cuenta de todo lo que nos estamos perdiendo.
Creemos que elegimos, pero apenas nos dieron unas pocas opciones sobre la mesa. Ni siquiera aprendimos a distinguir entre lo que queremos y lo que necesitamos…

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