Capítulo IV “Dios le da pan al que no tiene dientes” El origen
“Dios le da pan al que no tiene dientes” El origen
A veces solo hace
falta una chispa para que me encienda… y
el Ser real más allá del yo soy “definido por según qué percepción”, solo puede existir dentro de la música y la
poesía, más allá no hay nada… no llames
a la puerta si no estás comprometido solo con tu fuego y la verdad de tu ser,
si no sintonizas con ese delirio ni intentes entrar… el alma sabe cuándo hacerse a un lado y
podrías quedar atrapado entre el deseo de lo que quieres que sea y lo que nunca
seré…
Marian.
No sé si de sueños se vive, pero sin sueños, seguro que no.
Me considero una persona afortunada. Sé que no todos cuentan con ese privilegio. Me crié con gente sabia y muy, pero muy generosa. Quienes programaron mis primeros años conocían con lujo de detalle todas las razones por las cuales yo no podía hacer algo que deseara… y, por supuesto, se encargaron de compartírmelas.
Es como un don esto de anticipar todos los problemas posibles. No hablaban de riesgos, sino de finales trágicos.
No tardé en darme cuenta de que lo verdaderamente terrible era esa mirada sobre la vida.
Y como yo no contaba con el don de la videncia que parecía tener mi entorno, salí a buscar mis propias respuestas.
Mi abuela, que para encubrir su ignorancia me mandaba a los libros cada vez que le preguntaba algo —no sin antes llamarme idiota—, me dio las bases del conocimiento. No de la sabiduría, que no se confunda.
Mi señora madre solía corregirme a cuadernazo limpio antes de arrancar ella misma las hojas desprolijas. Y entonces, claro, había que hacerlo todo de nuevo. No le sirvió de mucho, porque sigo siendo igual o peor… pero, gracias a eso, nacieron los primeros precedentes de mi TOC.
Eso me llevó a ver la vida como un borrador en el que siempre se puede mejorar algo, y a definirme como una construcción en proceso que va a durar toda la vida.
Mi abuelo era algo así como el amo de llaves: ver, oír y callar.
Yo vine a reparar esa rama caída del árbol. La de alguien a quien no dejaron seguir sus sueños por complacer a las mujeres de su vida.
Por eso, en cierto sentido, los hombres arrancan con un punto a favor en mi marcador. Porque también existen los que no se realizan... y al menos yo, nunca los vi en marchas ni los escuché quejarse.
Admito que no olvido nada. Tengo cada archivo guardado, con copias de seguridad.
Uno de mis tantos defectos es que no perdono ni olvido.
Pero como conozco las dos caras de la vida, no busco culpables en los errores. Solo intento interpretar mi presente y cometer equivocaciones más originales.
Porque revisando se aprende,
y como dijo el poeta:
se hace camino al andar.
Me siento agradecida, porque de todo lo vivido aprendí. Cada persona con la que me crucé dejó algo importante en mí. Y cuando la aventura es mala, la mejor opción es preguntarse qué se puede aprender de eso. Porque si no podés salvarte de una experiencia de mierda, al menos que te deje algún beneficio...
Por nada del mundo cambiaría lo que soy, pero el único mérito que siento exclusivamente mío es la interpretación que hago de cada situación. Y esa, para mí, es la clave de toda transformación, incluso cuando al entorno no le convenzan los cambios.
Defino la perfección quizás como Galeano definía la utopía: no como una meta, sino como algo que sirve para caminar. Tal vez por eso me cueste tanto visualizar el objetivo final de un proyecto: porque lo que realmente me interesa es el camino, no el fin. Y la única razón por la que a veces me obligo a imaginar ese final es porque siempre hay alguien que te pone la pregunta sobre la mesa. Creo que esa necesidad generalizada de tener respuestas tiene mucho que ver con el miedo a la incertidumbre. Y yo, hoy, ya no lo tengo.
No porque tenga la vida resuelta—desde ya que si así fuera, estaría escribiendo desde el medio del bosque y no a media cuadra de una avenida—ni porque crea que la vida es éxtasis permanente. Tengo crisis todos los meses, ya no existenciales, sino sociales. De hecho, el celular me avisa cuándo me tocan...
Pero disfruto de cada cosa que hago, más allá del resultado. Y si me siento completa así, y no me sentía feliz cuando vivía proyectando el futuro, ¿por qué debería cambiar la receta?
Cuando mis hijos eran chicos y salíamos a algún lado, había una pregunta recurrente que me taladraba la cabeza y me ponía de muy—mal—humor. Dejaban lo que estaban haciendo para preguntarme:
—¿Y después qué hacemos?
Y yo siempre repetía lo mismo, versión disco rayado remixado:
—¿Por qué no disfrutás lo que estás haciendo ahora? Después vemos...
Lo decía al cuadrado, como si me lo creyera. Pero mientras tanto, no me lo aplicaba. Estaba ahí, pero no estaba. Mi cabeza andaba en otra: en los problemas que tenía que resolver, en lo que me esperaba en casa, en lo que tenía que dejar listo antes de irme a trabajar... Estaba físicamente presente, emocionalmente ausente.
Y la vida, que es una gran maestra con métodos poco amables, se encarga de ponerte un espejo para que aprendas. Un movimiento improvisado en el tablero y se te desordena todo el juego.
¿Quién hubiera imaginado que iba a venir una pandemia?
No pasaron muchos días desde el encierro hasta que la gente empezó a quejarse de tener que quedarse en su casa. Apostaría que muchos de los que protestaban también se habían quejado, alguna vez, de no tener tiempo: para estar con su familia, para disfrutar a sus hijos, para iniciar un proyecto o simplemente para no hacer nada.
Más allá de las razones oscuras —o no tanto— detrás de este virus, lo cierto es que la vida nos ofreció una oportunidad inesperada: frenar, repensarnos, revisar hábitos. Hacer todo eso que alguna vez le reprochamos a la rutina no permitirnos. Valorar el contacto real, la cercanía, lo humano.
Y sin embargo, cuando paso por las mesas de los bares y veo rondas de amigos —o parejas— que apenas levantan la mirada del celular, no puedo evitar pensar: ¿qué tanto pueden saber del otro si no lo miran a los ojos?, ¿cómo van a interpretar un gesto, una pausa, una mirada? Es como estar y no estar en ningún lado a la vez. Y lo peor: ya ni se considera descortés. Se volvió normal.
Sería mucho más honesto decir: la verdad, no sé por qué te dije que quería verte. No me importa lo que me estás contando ni cómo te sentís.
Pero no lo decimos, porque en el fondo sabemos que no es así. Es más bien un acto automático, inconsciente, como tantas cosas que hacemos por inercia.
A veces me pregunto qué pasará cuando ya no quede gente de mi generación que pueda contar cómo, allá lejos y hace tiempo, nos hablábamos cara a cara. Cuando las palabras tenían más peso que un emoticón. Entonces dirán: “las cosas siempre fueron así”, como si no hubieran sido distintas. Porque así se construyen las nuevas verdades: borrando la historia, perdiendo la noción de causa y consecuencia.
Y esto es solo un ejemplo. Hoy también se volvió común ver nenes haciendo bailes eróticos, adolescentes de 14 años llevando botellas de vodka a las juntadas, y ni hablar de la música que escuchan, celebrando la droga, el choreo y una cosificación atroz de la mujer. Pero lo aceptamos. Lo tomamos como parte del paisaje, como si no hubiera nada que hacer. Es lo que hay, dicen. Así es el mundo ahora.
Y ahí es cuando me asalta una pregunta incómoda: ¿todo esto sucede porque la gente lo pide, o porque se lo ofrece? ¿La agenda la organiza la demanda o la oferta?
No tengo la respuesta. Pero con un poco de sentido común, sospecho que hay algo —no tan invisible como nos quieren hacer creer— que opera en la banalización general, mientras nos mantiene distraídos de los cambios que realmente importan.
Volviendo al presente, hace un año quería irme a España con mi amiga de toda la vida y su familia. De hecho, si los chinos no se hubieran comido un murciélago, probablemente hoy estaríamos allá.
Pasamos medio año haciendo planes, conjeturas, calculando probabilidades… pero jamás se nos ocurrió incluir en la ecuación el menú de los chinos y su efecto mariposa.
Como a mi edad ya no estoy para aventuras clandestinas, el plan A era presentar un proyecto en la embajada. En mi pequeño mundo, esto era inviable: todo el mundo dice que esa visa no te la dan ni por casualidad.
Pero si algo aprendí, es que las experiencias son infinitas y que alguien que no hizo algo no puede decirte que no se puede. Que si no lo intentás, lo único seguro es que no pase.
Mi filosofía de vida se resume en esto: imaginá tan grande como quieras, y cuando llegue el momento, irás viendo el cómo.
Y si el plan A no funciona, vendrá el B, el C, y si me quedo corta con el alfabeto sigo con el griego o cualquier otro
Cuando el panorama cambió, no pensé “bueno, no se dio por eso”. Lo primero que dije fue: ¡YES!
¡Por fin todo el mundo iba a vivir como yo siempre quise! Después de fumarme casi 42 años a modo "normalito", era hora de un poco de justicia poética: trabajar desde casa como María la del Barrio, bañarme y volver a ponerme el pijama…
Jamás imaginé que podía ser tan feliz. Fuera de joda.
Pero después del descontrol de las primeras semanas, como tengo mi parte conservadora y necesito, cada tanto, un poco de disciplina, empecé a reacomodar el presente como si hubiera un mañana.
Así que cambié mi adicción a las series por una nueva adicción a los cursos.
Siempre me resonó esa frase que dice: a veces la vida no te dice que no, a veces te dice que esperes.
Y si ese momento llega, lo mejor es que me encuentre preparada.
Y si no tiene que ser, entonces será porque acá me espera otra cosa.
Nunca me había sentido tan en paz con una decisión que no depende de mí.
Si ni Albert ni Pedro saben qué va a pasar ni cómo vamos a salir de esta… ¿cómo voy a saberlo yo?
Me entretuve un buen tiempo con cuanto curso gratis para emprendedores encontré en Instagram, mientras en paralelo me anotaba en uno “en serio”: Coaching ontológico.
No tenía ni idea de qué era, pero me inscribí igual. Después busqué en internet. Y confieso: me enamoré. Increíble, pero cierto. Hasta a mí me puede pasar…
Aunque en otros tipos de enamoramiento lo más interesante suele ser la experiencia en sí, en este caso no fue la práctica lo que más me cautivó, sino la teoría. Me partió la cabeza.
Como si las teorías de la comunicación y la semiótica no me hubieran alcanzado para entender por qué los seres humanos somos tan complicados para comunicarnos, ahí aparecían nuevas herramientas para seguir buceando en el lenguaje y en el ser.
Así nació “Dios le da pan al que no tiene dientes”, la introducción de un taller para emprendedores que armé como trabajo final del curso.
Si bien suelo ser bastante práctica para resolver los problemas cotidianos, después de todos los cursos que había hecho, necesitaba pensar en el valor agregado: en el vacío que dejaban todos esos talleres.
Y como quien antes de abrir un negocio hace un estudio de mercado, yo sentí la necesidad de hacer un estudio de campo, pero del terreno de batalla emocional, social y existencial.
Una de las primeras conclusiones fue que, en estos tiempos de cambios tan vertiginosos, sumar herramientas es fundamental para quienes ya están “adentro”. Pero para mucha gente que hoy está fuera del sistema —o a la que el sistema dejó afuera— las herramientas por sí solas no alcanzan.
A mí me pueden dar un tablero y un lápiz, pero eso no me convierte en ingeniera…
Además, generar un ingreso para sobrevivir, aunque urgente, no lo es todo. Muchas veces lo urgente no deja lugar para lo importante.
Porque no somos solo un cuerpo físico que necesita comer y pagar cuentas.
Tenemos un alma que nació con un propósito… y necesita realizarse.
Para poder hacer un proyecto, lo primero es entender que el proyecto más importante somos nosotros mismos: convertirnos en la persona capaz de escalar cualquier idea.
No se trata solo de encontrar una fuente de ingreso, sino de desarrollar una pasión que, eventualmente, nos genere ese ingreso.
“Si vivís de lo que te gusta, te vas a morir de hambre” parece ser el slogan que nos dejó la revolución industrial.
El trabajador medio vive con el temor constante de perder su empleo. Más precisamente: su fuente de ingreso.
El miedo no es solo a quedarse sin trabajo, sino a no poder pagar las cuentas, a no tener qué poner en la mesa, a comerse los ahorros —si es que tiene.
Y es comprensible. Si esa es la razón por la cual se levanta cada lunes, entonces es lógico que solo espere que llegue el viernes.
Es decir, contar con esos recursos puede darle cierta “seguridad”, pero evidentemente no le da felicidad.
Lo más triste es que, cuando llega la jubilación, muchos pierden el rumbo. Se les va la motivación, la vitalidad. Se sienten inútiles por no cumplir un rol “productivo” en la sociedad.
No saben qué hacer con el tiempo, aun cuando lo desearon durante toda una vida.
Y así, todo parece indicar que no entendieron la parte más importante: que lo valioso no era el ingreso, sino el desarrollo de uno mismo. Y cómo poner eso que somos al servicio de los demás.
Porque cuando tenés el alma satisfecha, lo que hacés deja de depender de cuánto te pagan.
El sistema puede ponerle precio a tu hora laboral, pero tu valor como persona no está en una tabla.
Ni lo negocia el sindicato con el gobierno.
Esto —en teoría— lo sabemos todos. Pero en la práctica, no es más cierto que “el trabajo dignifica”… muchas veces lo que hace es quitarnos la dignidad.
Y lo más importante de todo: a veces no se trata de aprender, sino de desaprender.
Y salvo alguna mención al pasar sobre las creencias limitantes o los miedos fantasma, no encontré todavía ningún curso que me llevara a cero, que me formateara de raíz.
La clave para elegir a quién queremos dirigirnos con nuestro proyecto se resume en una de las lecciones más claras que escuché en un taller para terapeutas. El problema que hemos vivido, padecido y rechazado de forma recurrente, es precisamente el segmento al que estamos más capacitados para ayudar. Y no tengo dudas: lo que más sufrí fue la presión de la sociedad, que no tiene ni puta idea de cómo vivir su vida, pero se cree experta en decirte cómo vivir la tuya.
Vale aclarar: vivir no se trata de saber o no saber. Todos estamos improvisando. Pero si los resultados que veo no me gustan, entonces, seguro, esto no es lo que tiene que ser. Si ves a una persona quejarse de todo tiene muy poca lógica creer que hay alguna razon para seguir sus pasos o directrices. Además, cada quien tiene derecho a cometer sus propios errores y asumir la responsabilidad de sus decisiones.
Nosotros solemos decir que "Dios le da pan al que no tiene dientes" cuando vemos a otros desperdiciar recursos, talentos y oportunidades, que nosotros, con seguridad, aprovecharíamos mucho mejor. Y aunque esto debía ser un ejercicio grupal corto, decidí transformar ese mal hábito en algo positivo. Utilicé las "excusas" por las cuales los presentes no habían cumplido sus sueños, y el recurso del sabelotodo sobre la vida ajena, para rebatir todas esas excusas que nos dicen que no es posible.
Por desgracia, en la vida real me he cruzado con más personas de las que quisiera que creen que la palabra "sueño" está reservada solo para los cuentos mágicos de niños. He recibido más invitaciones a desistir que a seguir adelante, más desalentadores que motivadores, más víctimas que personas dispuestas a asumir su papel y responsabilidad en el todo que compartimos. Más gente para la cual su palabra vale lo mismo que una historia de 24 horas.
Pero, a pesar de cuántos intentaron convencerme, no lo lograron. Creo firmemente que mientras haya un planeta, siempre existirá la oportunidad de hacerlo mejor, de dar algo mejor, de motivar y buscar la forma de encontrar el "cómo hacerlo", en lugar de quedarnos atrapados en las excusas del "por qué no". Porque, aunque no lo logres, disfrutarás mucho más del camino que si creés que no podés, y, en el proceso, podrías encontrarte con algo mucho más grande. Me gustaría verlo así, y trabajar por ello hasta el último día de mi vida. Estoy convencida de que, por alguna razón, la vida me mostró esto y no otra cosa. Y aunque esté sola en este camino, me alegra que haya sido así.
Cuando era chica, con mis amigas desmontábamos la casa para montar una perfumería, un kiosco o una verdulería. Usábamos las cartas de truco o la plata del juego de la vida para hacer de dinero y nunca nos cuestionamos si sabíamos del rubro. Uno de niño juega a ser lo que quiere ser y no tiene dudas de que todo es posible.
Nací emprendedora, con la inquietud de transformar y mejorar todo lo que pudiera. Hubo dos frases que escuché muchas veces y que marcaron mi despertar. Seguro que no soy la única que las escuchó: “Vos no vas a cambiar nada, porque las cosas son así desde que el mundo es mundo”; y la otra, un poco menos diplomática: “La pendeja no sabe limpiarse el orto y me va a discutir a mí… ya lo veremos…”.
Ambas frases, de diferentes formas, intentaban poner un límite a lo que podía hacer o decir, como si lo que se esperaba de mí ya estuviera determinado por un guion preescrito. Pero es en esos momentos cuando, en lugar de quedarme quieta, aprendí a cuestionar esas verdades establecidas. Si las cosas siempre han sido así, ¿por qué seguir repitiendo lo mismo?
Esas frases, que en su momento intentaron cerrarme puertas, solo alimentaron mi impulso de abrir nuevas. Y ahí, en ese despertar, entendí que el poder de cuestionar es una herramienta que puede transformar cualquier realidad. Lo que más me sorprendió es que, al final, no es que las cosas no puedan cambiar; es que la gente que las dice no se atreve a imaginar otra posibilidad. Pero yo sí y sé que no soy la única.

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