Neoliberalismo y Desarrollo Personal – Las palabras hacen el mundo.

 


La mayoría de las veces, los árboles no nos dejan ver el bosque. Tendemos a mirar hacia afuera, pero sin ver el todo por encima de las partes, ni reconocernos como parte de ese todo. Es comprensible: no es el tipo de pensamiento que nos enseñan a desarrollar. Pero lo cierto es que tenemos la capacidad de hacerlo.

Si empezamos a vernos como parte de un todo y salimos de la inercia de opinar sin pensar —de repetir afirmaciones solo porque las sostiene un colectivo— también podemos cuestionar esa costumbre de creer que pensamos lo que pensamos. Muchas veces emitimos juicios de valor sobre una idea no por la idea en sí, sino por quién la comparte: si esa persona entra o no dentro de mi “pan y queso”.

Lo hacemos a diario. Hoy en día, todo parece estar politizado: desde la política propiamente dicha hasta los valores y principios que rigen la vida en sociedad. Todo se convierte en motivo de debate, lo cual, visto desde la perspectiva de la participación y la libertad de expresión, es algo valioso.

Sin embargo, si analizamos con detenimiento el discurso predominante, notamos una fuerte contradicción entre lo que se dice, lo que se hace y los resultados que se pretenden obtener. Lo que realmente escasea no es la libertad de expresión, sino la libertad de pensamiento. Tampoco hay un intento genuino por consensuar, unificar criterios o, al menos, buscar un equilibrio entre distintas verdades.

El enfoque dominante parece ser: “si no es esto, es lo otro”. Ese pensamiento binario empobrece nuestra capacidad de análisis, limita la forma en que observamos la realidad y, en consecuencia, nos impide encontrar soluciones reales. Porque, casi siempre, las respuestas están fuera de la caja.

La necesidad humana de pertenecer y definirse sin ambigüedades es tan fuerte, que muchas personas pueden pasar la vida colgándose etiquetas y defendiendo ideas preconcebidas, a menudo sin fundamento. Incluso llegan a rechazar otras ideas solo por la forma en que resuenan con su historia personal, con la programación cultural de su época o con los mandatos recibidos de los suyos.

 

Lo preocupante es que, en ese proceso, rara vez se analiza en profundidad qué están diciendo realmente esas ideas. Y lo más grave: los significados auténticos de los conceptos —libres de juicio— quedan desacreditados o anulados por la intencionalidad con la que ciertas figuras o referentes los utilizan.

Es como si ya no existieran significados puros, como si cada palabra llevara impresa la forma de quien la pronuncia o la ideología que la promueve.

Suelo escuchar análisis de distintos pensadores y filósofos sobre la visión de la posmodernidad. Creo que una de las formas de no dejarnos arrastrar por la corriente es empezar a percibir y hacer conscientes los cambios que suceden a nuestro alrededor.

Cuando negamos la historia o ignoramos los procesos de transformación, corremos el riesgo de caer en el determinismo: frases como “las cosas son así” o “la vida es así” nos hacen creer que todo está preestablecido, como si nunca hubiera sido diferente o como si no tuviéramos el poder de transformar eso que nombramos con resignación en una construcción propia.

Damos por hecho que las cosas simplemente son. Pero si creemos fielmente que algo es de una única manera y no puede ser de otra, anulamos cualquier posibilidad de abrirnos a una mirada distinta. Y, además, si la vida realmente fuera así como solemos decir —más allá de que “así” no define nada—, entonces tendría que ser igual para todos. Y claramente no lo es.

Pero lo que me sentó a escribir no fue ese efecto licuado donde consumo y valores se funden hasta perder toda coherencia. Lo que me impulsó fue escuchar a varios autores vincular el desarrollo personal con el neoliberalismo y los efectos de la posmodernidad, con argumentos que suenan bastante sólidos para quien no conoce en profundidad el desarrollo personal o apenas lo ha tocado de oído.

Por momentos, parecía estar oyendo un discurso político: de esos en los que las palabras se sacan fácilmente de contexto para hacer que el mensaje encaje con lo que el orador quiere que entiendas.

Tuvimos un presidente que, en campaña, propuso incorporar Reiki en las escuelas. Más allá de los hechos o de cómo no se ejecutó esa idea, el punto es que el Reiki sigue siendo una práctica oriental. Que lo haya mencionado un político no lo convierte, automáticamente, en un rito satánico ni en una herramienta del neoliberalismo.

Pero así funciona muchas veces el discurso: no se analizan las ideas por lo que son, sino por quién las enuncia.

El antiguo “Conócete a ti mismo”, más viejo que Jesucristo, no es —como afirman algunas corrientes— un camino hacia el narcisismo, ni algo que debamos vincular con la era de las redes, las selfies o con una generación en particular.

De hecho, me atrevería a afirmar —sin estadísticas ni estudios— que quienes más nos sentimos atraídos por esta búsqueda somos, en general, los mayores de 40. Esa generación que, de pronto, se da cuenta de que el mundo para el que fue educada ya no existe.

Entre otras cosas, nos vendieron un modelo de vida que hoy resulta obsoleto. Y eso nos obliga a reinventarnos y adaptarnos, porque las viejas soluciones no resuelven nuevos problemas.

 

Nos guste o no, las reglas del juego cambiaron. Y si seguimos jugando al juego viejo, quedamos afuera. Perdemos.

En el desarrollo personal, poner la mirada primero en uno mismo no implica desestimar al otro. Tampoco excluye al todo del que formamos parte.

No tiene que ver con el individualismo ni con el egoísmo, porque trabaja en profundidad todas y cada una de las áreas de la vida, incluyendo la conexión con lo que nos rodea. Tampoco se relaciona con ideas positivistas que niegan la realidad.

El desarrollo personal parte de contarnos la verdad sobre nosotros mismos, de asumir que hemos absorbido creencias culturales y de animarnos a descartar aquellas que ya no nos sirven para crecer. Nos invita a replantearnos nuestros valores, pero sobre todo, a vivir en coherencia con ellos.

Y eso —vivir en coherencia— es casi imposible en tiempos descartables, superficiales y acelerados… si no se practica el autoconocimiento.

El desarrollo personal es una herramienta de transformación. Puede ayudarte a sanar... o simplemente a descubrir que no estabas enfermo, que lo único que necesitabas era un cambio de mirada para que todo cambiara.

Una persona que se conoce y se respeta, construye relaciones más sanas, basadas en valores y empatía, no en prejuicios ni en la necesidad de agradar para ser aceptada.

A nivel individual, el desarrollo personal te permite saber lo que querés. Para que lo que hagas con tu vida no sea lo que esperaban tus padres, ni lo que se ve bien en redes sociales, sino lo que de verdad te hace feliz. Porque no viniste a este mundo a complacer a nadie.

También te ayuda a distinguir cuándo tus deseos nacen de verdad desde adentro, y cuándo son el resultado de una campaña publicitaria o de un sistema de consumo que intenta hacerte creer que tus valores vienen envasados en un producto.

Ni la publicidad, ni el mercado, ni la jerarquía de tareas —que vaya uno a saber quién inventó— pueden definir tu valor como persona.

Tu valor… y el del otro.

Cuando uno sabe quién es y qué quiere, no busca la aprobación externa. La seguridad nace desde adentro, no de un “me gusta”, de pertenecer a una comunidad, de lo que tenés o de la chapa que exhibís en tu oficina.

 

Estos valores son totalmente opuestos a la manera en que se implementa una ideología que genera inseguridad, miedo, ajustes y fomenta la competencia.

 

Aclaro: hablo de la forma en que se aplica esta ideología, no del liberalismo puro y clásico. Porque ideas y usos son dos cosas distintas.

El desarrollo personal no es una conspiración del neoliberalismo, esa ideología a la que se le atribuye la responsabilidad de vender fórmulas para hacerse rico, ser exitoso o feliz en distintos momentos críticos de la historia.

Se lo acusa también de hacer al individuo responsable exclusivo de sus resultados, liberando a los gobiernos de la responsabilidad que no son capaces o no quieren asumir.

 

Puede que, discursivamente, los gobiernos deleguen esa responsabilidad al pueblo, aunque una sociedad madura no debería esperar permiso para asumirla —sería como si, a los 30 años, aún esperaras el permiso de papá para irte de casa.

Pero la verdad es que el mercado, para sostener la competencia, prefiere esclavos que trabajen por el menor precio posible, no personas emancipadas.

 

Vender libros de desarrollo personal —llamados despectivamente “autoayuda”— no convierte a esta práctica en mero consumo. Al contrario, el mismo esquema que esas corrientes niegan —la idea de que detrás de una crisis hay una oportunidad— es probablemente la razón por la que estos autores deciden escribir y publicar sus libros en determinados momentos.

 

Sería una idiota si hoy pretendiera escribir un libro sobre cómo manejar una carreta a caballos y esperar formar parte de la lista de los más vendidos.

Pero la cereza del postre se la llevó esta frase:

“La depresión entra en espiral en el momento en el que se abandona el modelo disciplinario de conducta, pasando a una normatividad horizontal que desplaza la responsabilidad a uno mismo, cansado de haberse convertido en sí mismo.”

 

En esa mezcla, o “ensalada tropical”, se ultrajan conceptos como emprendedor, autenticidad, responsabilidad, libertad, motivación, productividad, abundancia, meritocracia, realización personal, propósito y felicidad.

No niego que estos términos tengan significado dentro del doble discurso. Pero si nos remitimos a la frase y al intento de evitar la depresión, la historia muestra otra realidad: cuando el trabajo lo hacía el hombre, era alienación; cuando empezó a ser reemplazado por las máquinas, empezó la depresión.

 

¿Qué hacemos entonces, volvemos a las cadenas de montaje, a la era del capataz y a las jornadas de 12 horas que no te dejaban tiempo para pensar?

Nadie escuchó a su abuelo decir: “Yo no tenía tiempo para deprimirme.”

Que ames tu trabajo y quieras realizarte a través de él —que, por cierto, es el lugar donde vas a pasar un promedio de 8 horas diarias, 5 días a la semana, durante 30 años— no está considerado “lo ideal” por esta gente.

 

Mejor seguir naturalizando la idea de que lo “normal” es esperar al viernes, odiar los lunes y no dejarte motivar por tus superiores, que juegan con tus emociones para que seas servil a la empresa.

 

Desechemos las sonrisas, esas que generan hormonas y provocan un efecto positivo en la salud. Pongamos cara de orto, seamos ineficientes y caguemosle la vida a quien precisa del producto o servicio de quien sos intermediario.

 

Así, le hacemos jaque mate al sistema y al mercado… Estamos bien jodidos, pero el sistema también.

Seguramente, el trabajo no va a amarme, como afirma una periodista norteamericana.

Pero lo único que puede garantizarnos un mundo más justo es lo que damos.

 

Lo que recibimos no está en nuestras manos. Pensar en el “beneficio” es considerar un intercambio comercial —una palabra del mercado que podemos asociar al capitalismo, a la política o a lo que se nos antoje—, pero no al desarrollo personal.

 

El único beneficio que podemos vincular al desarrollo personal es el de una vida más consciente y plena... ¿dónde está la contra?

Me parece que a ciertos pensadores —a quienes prefiero no mencionar porque mi intención no es hacer una crítica personal ni confrontar, sino disociar el desarrollo personal tanto de la política como de filosofías o ideologías como el liberalismo— se les escapa algo fundamental cuando degradan la figura del coach.

 

Muchas de las ideas y técnicas del desarrollo personal parten de la filosofía y tienen una mirada holística del ser humano. Sin embargo, esos pensadores están dejando eso de lado cuando, por ejemplo, vinculan la abundancia solo con tener mucho; la autenticidad con creerse único; el silencio con la soledad; o vivir el presente con borrar el pasado.

 

Podría pasarme la vida escribiendo y aún así no terminaría de redefinir todos esos conceptos que, mal utilizados, complican más la vida de quienes los repiten que de quienes los pronuncian con una intención específica.

El problema no es la política, ni la filosofía —que busca cuestionar y descartar lo falso más que encontrar una verdad absoluta—.

 

El problema es que vivimos en una sociedad de “gata flora”: que exige la muerte del patriarcado, pero también que papá Estado se haga cargo y que el jefe deposite el sueldo puntualmente.

Quiere los derechos y beneficios del jefe, pero con la carga y la responsabilidad mínima del empleado. No quiere ser esclava del sistema, pero cuando se presenta la posibilidad de elegir, teme y prefiere seguir bajo el ala de quien sea.

Cree defender la diversidad con un discurso fundamentalista que aúna iguales y excluye todo lo demás.

 

Y lo peor no son las ideas que se defienden, sino las contradicciones entre lo que se pide y lo que se quiere obtener.

Hace falta aclarar que no estoy defendiendo “un gobierno ni una idea de gobierno”.

Desde mi opinión personal, creo que cuando se junta toda la lacra de la sociedad, se forma un partido político, y ellos nos devuelven todos nuestros defectos potenciados.

Pero seguimos haciendo uso de nuestro “derecho” obligatorio a votar… ¿y si no vamos? ¿O si ponemos el sobre vacío y dejamos que solo elijan sus parientes?

Quizá ese sería un mensaje más coherente con el discurso mayoritario, porque los que están ahí creen que alguien los eligió.

 

Hasta que no miremos hacia adentro y asumamos nuestra responsabilidad “individual”, hasta que no entendamos que no somos seres superiores sino una parte más del ecosistema,

hasta que no veamos las incoherencias del lenguaje y la comunicación, no vamos a poder comprobar que las palabras hacen el mundo y tienen todo el poder de cambiarlo.

Matemos al mensajero, pero quedémonos con el mensaje.


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