La trampa de la aceptación: cómo normalizamos la violencia


 

La única certeza absoluta es que todos nos vamos a morir. Aunque no puedo asegurar del todo como se vive en el otro barrio, intuyo que si estás leyendo esto es porque todavía estas vivo.

Seguramente tu corazón late, tus pulmones y el resto de tus órganos cumplen su función sin que tengas que hacer nada para que así sea. Aunque pocos lo tengan en cuenta esto es una prueba que indica que la vida es un milagro, que va mucho más allá de lo que podemos controlar o entender. La vida se sostiene sola, sin que intervengamos, como si algo —llamalo universo, energía, Dios o lo que prefieras— estuviera constantemente apostando por nosotros, recordándonos que mientras estemos acá, todo es posible. Lo que sí corre por cuenta nuestra es que esa vida merezca la pena…

Decir sí, lo sé y no experimentarlo en la vida diaria es como el conocimiento adquirido que no se aplica. No sirve para nada… La mayoría no vive como si la vida fuera a terminarse... la vive como si fuera un libreto que alguien más escribió y el objetivo fuera no improvisar ni una coma.

Pero “la vida es así” … es algo que se suele decir dando por hecho muchas cosas que, en realidad, son producto de los hombres (y, las mujeres), no de la vida en sí misma. Ni la vida es injusta, ni el dinero es la raíz de todos los males, ni el capitalismo es salvaje, ni los mercados hablan ni se mueven solos. Tampoco la rutina se levanta cada mañana con un plan maestro para arruinarte el día.

Las personas son injustas, son salvajes, mueven los mercados con sus decisiones, eligen cómo usar el dinero y cómo vivir cada jornada. Porque, aunque haya eventos que no podamos controlar, siempre decidimos con qué actitud los enfrentamos.

Y cuando creemos que no decidimos, también estamos decidiendo: dejar que el miedo pilotee la nave, que el “qué dirán” escriba el libreto y que la queja nos dé sentido de pertenencia. Después le echamos la culpa a la vida, al sistema o al clima, total… hacerse cargo es un deporte que pocos entrenan.

Pero bueno, siempre es menos doloroso culpar al universo que mirarse al espejo.

Y lo más irónico es que, mientras repiten eso de “la vida es así”, viven llenos de expectativas sobre cómo deberían ser las cosas y cómo deberían comportarse los demás, como si todos estuviéramos obligados a encajar en un molde que nadie eligió, pero que muchos repiten sin cuestionar haciendo parecer incluso que ese molde es real y tiene sentido.

Y nunca sentí que encajara en un molde, no porque crea que soy especial con respecto al resto, sino porque creo exactamente lo mismo de los demás. Todos somos especiales, estamos aquí por algo y no tenemos que encajar en ningún molde.

Ser fiel a mí misma y expresarlo cuando se me cuestiona, ya sea mis gustos o preferencias, no me convierte ni en soberbia, ni en narcisista, ni mucho menos en una inadaptada. Me convierte en alguien que eligió no traicionarse. Ser auténtica no es soberbia, es coherencia. Y la incomodidad ajena frente a eso, no es mi responsabilidad. Pero pareciera que, para no parecerlo, también debería callarme, sonreír y seguir la voluntad de quien opina.

Lo que pasa es que muchas veces las personas consideran que tenés un problema solo porque no vivís como ellas creen que “deberías”. Pero ¿desde cuándo no seguir un guion ajeno se volvió motivo de diagnóstico? ¿Dónde está escrito el punto exacto de normalidad?

Una normalidad que, dicho sea de paso, no es más que una construcción social sostenida por la costumbre, el miedo y la necesidad de pertenecer y ser acetado. Y que, en muchos casos, termina siendo la raíz de todos los males: apaga la autenticidad, reprime el deseo, genera frustración y convierte a personas vivas en personajes vacíos e insatisfechos. Porque la insatisfacción no viene de no tener lo que querés, sino de vivir intentando cumplir con lo que otros esperan. Es como tener hambre y darle de comer a otro: vas a seguir con hambre. Así funciona la búsqueda de validación y aceptación externa. Mientras corrés la carrera por encajar, por agradar, por cumplir con las expectativas ajenas y sostener las apariencias, te vas quedando con las ganas de vivir tu vida como realmente querés.

Y lo cierto es que nadie se va a morir por vos…

Cada uno tiene el derecho y la obligación de elegir cómo vivir su vida, cómo usar su tiempo, en qué poner su energía. Si a alguien eso le molesta, quizás no está viendo un problema en vos, sino un reflejo de lo que no se anima a cuestionar en su propia vida.

Ojalá tuviera grabado todos los “deberías” que me dijeron a lo largo del tiempo… y los gestos de superioridad que los acompañaban. La cantidad de etiquetas que me pusieron y los “problemitas” que me inventaron… daría para un documental.

No me define lo que otros creen que “me falta”. Ni me acompleja no saber las tablas, ni ninguno de los otros millones de cosas que no sé.  Sé vivir.

Me apasiona la comunicación. No la que se enseña en la escuela del sistema, diseñada para rendir en el mundo laboral (y hasta por ahí nomás…), sino esa que sirve para la vida: la que conecta de verdad, la que atraviesa el cuerpo, la que escucha más allá de las palabras y dice lo que muchos callan.

Por eso conozco del alma humana, y a muchas personas más de lo que se conocen a sí mismas. Y sigo perfeccionándome en eso.

Aunque no haya un título oficial que te habilite a hablar de la vida, el alma o la experiencia, para mí, eso es lo que importa.

Y no gastaría una tarde aprendiendo Excel, porque no me interesa. Yo puedo hacer las cuentas con una calculadora y dibujar una tabla en Word, pero quien no sabe vivir… sí que la tiene jodida.

Durante años creí que la gente feliz no jode. Y es cierto. Lo que se me escapó es que a la gente infeliz sí le jode —y bastante— la felicidad ajena. Aunque pretendan disimularlo, la mala leche se huele desde lejos.

Y por si te estás preguntando por qué comparto esto, por qué lo hago tan personal y por qué el sarcasmo es parte de mi marca, la respuesta es simple: porque considero que la ironía y el sarcasmo son el lenguaje de lo absurdo.

Absurdo como ver gente insatisfecha diciéndole a gente satisfecha cómo debería vivir. Que intenta controlar la vida ajena mientras ni siquiera puede sostener la propia. Que espera honestidad, solo si le gusta lo que va a escuchar.

Gente que cree que no seguir la moda es extraño, pero que haya guerras es normal porque “siempre fue así”. Que te dice cómo criar a tus hijos mientras vive renegando de los suyos. Que se indigna cuando le pasa algo injusto, pero ni se inmuta cuando te pasa a vos.

Que dramatiza sus propios problemas y minimiza los tuyos. Que piensa que es raro no tener pareja, pero ve como perfectamente normal estar en una relación donde no se sienten plenos, ni vistos, ni vivos. Que repite que hay que ser “realista”, mientras vive endeudada para sostener una imagen. Que critica tu forma de vivir mientras, en el fondo, desearía tener el coraje de hacerlo igual.

Y entonces, ¿cómo no usar el sarcasmo? Si la incoherencia es tan grande, que a veces la única forma de describirla sin llorar… es riéndose.

Cuando tenía 27 años, fui mal diagnosticada con depresión y mal medicada. Quizás para algunas patologías la medicación pueda ser útil, no lo niego. Pero para dormir las emociones… jamás. Querer apagar lo que sentís es como no querer ir al baño y ponerte un tapón: en algún momento vas a explotar. Las emociones no son un error de fábrica, son parte de lo que somos. Si las anestesiás, su función de brújula deja de cumplirse. Y si las evitás, tu vida pierde coherencia. Todo lo que callás adentro después grita por otro lado, pero siempre sale. Porque el silencio emocional no es calma, las emociones no desaparecen, se acumulan.

Pero en lugar de ayudarme a expresarlas, aunque quizá con la mejor de las intenciones, me aumentaron la medicación.

Y el detonante que me llevó a querer terminar con mi vida fue una frase de la psicóloga que todavía me hace eco:

— “Y no, Mariana, la vida no es justa.”

En mi cabecita de aquel entonces, esa frase fue como una sentencia.

Por un lado, si la vida no es justa, entonces estoy condenada a resignarme y aguantar.

Por el otro, si la culpa es “de la vida”, el entorno queda completamente liberado de su responsabilidad —o de su falta de ella— y de toda la presión que me acompañó durante tantos años.

Un entorno que no dejaba de esperar que yo renunciara a mi naturaleza para cumplir sus expectativas. Que cargaba en mí, las responsabilidades que no cumplían los demás... Que prefería una versión de mí adaptada, silenciada, funcional... aunque eso significara que yo tuviera que desaparecerme para encajar en una vida que no se sentía mía.

Y hasta el día de hoy, que a la vista está que sigo en este barrio, casi 20 años después, no falta quien diga lo que debería hacer, o que yo “tengo que poder con todo” 

Eso, gente, eso es violencia. La violencia invisible que nadie cuestiona (hasta que reaccionás)

No el sarcasmo. 

El sarcasmo no es más que devolver una verdad envuelta en otra perspectiva

Me diagnosticaron depresión, pero la que estaba enferma no era yo. Yo solo estaba saturada de quienes pretenden imponerte una forma de vivir, de ser, de sentir. Saturada de exigencias, de mandatos y de las culpas ajenas proyectadas sobre mí. Y cuando todo saltó por los aires y ya no podía recibir más tratamiento externo, no me quedó otra que salir sola, callar todas las voces y reencontrarme con mi verdad.

Ahí comenzó mi camino de desarrollo personal. Un recorrido que atravesó diversas herramientas y perspectivas, pero todas coincidían en un mismo punto de partida: el camino va de adentro hacia afuera. Y siempre se trabaja en el único terreno que podemos transformar: el camino propio, no el ajeno.

 Dicen que las relaciones determinan en gran parte cómo ves la vida.

En mi caso, solo determinaron cómo veo las relaciones. Con la vida me llevo estupendamente...

Las personas pueden sacar lo mejor o lo peor de uno… porque ambas cosas están adentro. En todos.

Estar sana no significa tener una paciencia infinita.
No significa tolerarlo todo.
Ni practicar la comunicación asertiva mientras te aniquilan por dentro.

Estar sana es rodearte de personas que sacan lo mejor de vos.
Y alejarte —sin culpa— de quienes insisten en rechazar tu esencia.

El problema es que la mayoría tiene una idea muy limitada de lo que es la violencia.

Cree que violencia es solo el grito, el golpe, el insulto…

Pero no ve la violencia que pasa de largo.
La que nadie nombra.
La que aprieta por dentro cuando intentás encajar en un molde que no es el tuyo, en las expectativas impuestas, en el rechazo constante a lo que sos —hacia vos mismo y por parte de los otros.

Esa violencia silenciosa que se acumula y de la que nadie se hace cargo...

hasta que respondés para defender una vida que es solamente tuya.

Y entonces te vuelven a señalar.

El mundo está lleno de críticos, opinólogos y espectadores expertos en la vida ajena.
Y a la vista está: eso no llevó a la humanidad a un lugar mejor.

Quizá porque el cambio real nunca vino del juicio,
sino del coraje de mirarse hacia adentro y mejorar la propia vida,
en vez de juzgar la ajena,
para poder mirar con mejores ojos la tuya.

Sentirnos satisfechos con la vida no es algo que vaya a lograrse intentando agradar o complacer a todos.
Incluso si lograras ganarte el amor de todos, no podrías sentirte pleno si te falta el tuyo.

Porque la paz no nace del agrado ajeno,
sino de la no resistencia a nuestro ser real,
de la fiel aceptación de lo que somos
y de la coherencia interna con la que decidimos vivir.

Un mundo sin violencia es un mundo donde cada persona se siente libre de ser diferente,
sin necesidad de justificarse ni de encajar en ningún molde impuesto.

Solo cuando dejamos de adaptarnos para pertenecer,
empezamos a vivir una vida que, por fin, es la nuestra. 

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