Violencia de género: solucionarlo o tener razón?
Es probable que lo que voy a decir provoque resistencia, genere emociones encontradas, e incluso haya quienes desearían borrar las fronteras virtuales y agarrarme del cogote. Pero a veces, hay que elegir entre solucionar un problema o simplemente tener razón. Entender que una verdad puede ser cierta no invalida otra, y que muchas veces defendemos enunciados incompletos: pequeños fragmentos que dejan fuera otros aspectos igualmente ciertos. Reconocer ambas partes es crucial para que un problema deje de serlo y no se convierta solo en una manía de quejas que, aunque alivian tensiones, no resuelven nada.
Aunque a
menudo parezca que ciertos temas son parte de una agenda, cuando la política se
involucra en un debate social, es porque hay un interés detrás. Es cierto que
la política puede resolver muchos problemas, pero es sabido que los políticos,
no… y estratégicamente, dominan el arte de dividir la sociedad y creo fielmente
que cualquier idea que te enfrente a otro ser humano, es una trampa. Siempre! Y
también otra forma de violencia…
Y como el
lenguaje no es neutro, es necesario resignificar y profundizar en algunos
conceptos. Al igual que en un experimento que no arrojó resultados, debemos
considerar la posibilidad de replantear la pregunta o el fundamento de la
hipótesis.
Mi
planteamiento es el siguiente: la violencia no es un problema de género, sino
de roles. La negación es el muro inquebrantable que separa el problema de la
solución.
Para
entender la violencia, es necesario indagar más profundamente en la naturaleza
humana, partiendo del origen de que no es una cuestión de género, sino una
respuesta emocional al miedo que surge del instinto de supervivencia de nuestro
cerebro primitivo, un instinto común a ambos géneros. Debemos comprenderla
primero como emoción, antes de analizarla como acción que responde a un
estímulo.
Las
emociones son parte de todos los seres humanos. Tanto en un género como en
otro, la forma en que se expresan y, en general, cómo se comportan socialmente
en la vida adulta dependerá del desarrollo del niño: su capacidad afectiva,
autonomía, gestión de emociones, comunicación y el ambiente en el que crece.
Además, este desarrollo no ocurre en un vacío, sino que está profundamente
influenciado por el bagaje familiar, donde creencias, patrones de
comportamiento y maneras de gestionar las emociones se transmiten de generación
en generación. Al igual que otros aprendizajes inconscientes, estas herencias
emocionales moldean nuestra manera de relacionarnos con el mundo y con nosotros
mismos.
Se dice de
la violencia como el uso de la fuerza, pero la misma se manifiesta de muchas otras
formas: hacia el otro y hacia uno mismo; de forma física y verbal, pero también
con silencios e indiferencia. Quizá una
de las formas más encubiertas sea la sobreprotección, que a menudo se disfraza
de amor y, sin embargo, priva al otro de su autonomía y capacidad de crecer. La
violencia también se esconde en lo que no decimos: cuando callamos lo que
realmente pensamos o sentimos para evitar conflictos; cuando decimos
"sí" aunque queramos decir "no"; o cuando priorizamos
complacer a los demás, sacrificando nuestro propio bienestar. Ajustar nuestro
libreto para adaptarnos a los deseos de otra persona, renunciando a lo que
verdaderamente queremos o necesitamos, es también una forma de ejercer
violencia contra nosotros mismos.
Este tipo
de violencia silenciosa puede parecer menos evidente que una agresión física o
verbal, pero sus consecuencias, a largo plazo, pueden ser igual de dañinas. A
menudo, no nos damos cuenta de que existe un problema hasta que las
consecuencias se vuelven irrevocables, cuando la víctima ya no tiene
herramientas para defenderse o salir de esa situación. Sin embargo, detrás de
ese desenlace trágico siempre hay una historia: pequeños actos, omisiones y
patrones que se normalizaron con el tiempo. Es esencial aprender a identificar
estas formas sutiles de violencia, no solo para dejar de justificarlas o
ignorarlas, sino también para romper con aquellos ciclos que erosionan nuestra
salud emocional y nuestras relaciones, tanto con los demás como con nosotros mismos.
Hay que
entender el origen para comprender por qué las cosas son como son, pero nunca
para justificar. Durante generaciones, se aguantaron, se ocultaron y se negaron
verdades que avergonzaban o que simplemente no se consideraban dignas de
mostrarse. Muchas de estas verdades se metieron bajo la alfombra, escondidas
por el miedo o la conveniencia. De un tiempo a esta parte, han surgido nuevas
generaciones que, en un sentido amplio, empiezan a destapar conflictos y a
rechazar lo que se les impone. Esto, sin duda, es genial. Sin embargo, si
observamos esta etapa evolutiva de la sociedad, notamos que, en general, las
voces se concentran en hacerse oír, pero aún no en ser parte de la solución. Es
como si el mensaje predominante fuera: "Alguien tiene que solucionar esto
de lo que me estoy quejando." Y este mismo análisis puede aplicarse a
todas las problemáticas sociales.
Falta
autocrítica, madurez, responsabilidad, liderazgo y, sobre todo, la capacidad de
construir una visión conjunta del problema. Existe una tendencia preocupante a
transformar todo en un eslogan que proclama una afirmación justa y válida, pero
que permanece estática. Si algo he aprendido es que, al apartarte de ese
eslogan, al expresar algo que se desvía del discurso colectivo, no hay apertura
ni siquiera para escuchar. Esto nos lleva a cuestionarnos: ¿por qué nos cuesta
tanto escuchar algo que no necesariamente es opuesto, sino simplemente
diferente? Lo que pareciera que es más importante tener razón que encontrar una
solución. Buscar alivio, no cura. (Puede leerse con o sin coma)
Dicho esto,
no estoy sugiriendo que el Estado deba eludir su responsabilidad ni que no
deban implementarse medidas efectivas de prevención y contención. Mucho menos
estoy planteando que quienes cometen abusos de poder en cualquiera de sus
formas queden sin castigo. Sin embargo, es esencial ir más allá. Sería oportuno
repensar el papel de la escuela en la enseñanza de valores y en la gestión
emocional, incorporando herramientas que ayuden a niños y adolescentes a
desarrollar autoestima sólida y habilidades para defender sus límites físicos y
emocionales, porque, al delegar exclusivamente esta tarea a los hogares, se
deja la formación de los futuros ciudadanos al azar de lo que sus padres
aprendieron o, en muchos casos, no lograron aprender condenando a la sociedad a
repetir los mismos errores.
Esto no
debería limitarse a las aulas; también debemos asumir la responsabilidad
individual de trabajar en nuestro propio desarrollo personal. Aprender a
valorar nuestra dignidad, reconocer nuestras necesidades y protegernos de las
dinámicas que puedan dañarnos es extremadamente importante. Porque una sociedad
compuesta por individuos que se comprenden, respetan y saben poner límites no
solo es menos propensa al abuso, sino que también tiene mayores posibilidades
de resolver conflictos desde la raíz y avanzar hacia relaciones más sanas y equilibradas.
Si bien
contamos con un acceso creciente a información que nos permite ampliar
horizontes y perspectivas, seguimos inmersos en una sociedad mayoritariamente
inmadura, negadora y victimista. Esto aplica no solo a la violencia, sino a
cualquier tema que se convierta en objeto de debate, donde a menudo, discurso
mediante, nos empujan, consciente o inconscientemente, a adoptar una postura
pasiva que favorece la victimización. Esta actitud refuerza la inacción y nos
convierte en receptores, no en actores, de nuestra propia realidad.
Indagando
primero en el término negador que a grandes rasgos tiene menos matices. Una persona
negadora es alguien que rechaza la existencia de una realidad o problema; niega
que existe o lo admite, pero lo pone fuera de sí o de su entorno. Suele observar la situación a través de una
lente idealizada, enfocándose en cómo deberían ser las cosas, en lugar de
aceptar cómo son. Incluso, puede minimizar las consecuencias de sus acciones o
inacciones.
Este tipo
de negación opera frecuentemente como un mecanismo de defensa, una forma de
protegerse del dolor que conlleva afrontar el problema o de evitar la
responsabilidad que implica participar activamente en su resolución. En
ocasiones, la negación proviene de la inmadurez; otras veces, del miedo o de la
creencia de que no se posee la capacidad para enfrentar lo que implica esa
realidad. Saber implica asumir responsabilidades, y negar elimina esa carga: si
niego la existencia de un problema me quita la participación dentro de su
resolución porque para mí no existe o porque no hay nada que yo pueda hacer al
respecto.
Es, en definitiva, una estrategia que alivia
momentáneamente la presión, pero perpetúa la inacción y el conflicto.
Por un
lado, se tiende a proyectar el problema hacia afuera, enfocándose en lo que los
demás hacen o dejan de hacer. Por otro, cada uno plantea su visión desde el “yo
quiero”, “yo necesito”… “los demás deberían”… Pero lo único sobre lo que
realmente tenemos control es preguntarnos a nosotros mismos, frente a lo que
queremos o necesitamos: ¿qué puedo hacer yo? La verdadera pregunta radica en
trazar una distinción clara entre lo que está dentro de nuestro control y lo
que está más allá de nuestras fronteras, aquellas que nos empujan hacia lugares
que no deseamos, simplemente porque no somos capaces de aceptar que fuera de
nuestra zona vital existen circunstancias o realidades que no podemos cambiar. Y
el como actúan o se comportan los demás es una de ellas…
Ser víctima
no es solo el rol que está por debajo de la influencia de un victimario. Dicho
de esta manera, negamos su participación en la interacción con el otro. Ser
víctima es renunciar a la responsabilidad sobre sí mismo y cederle el control a
otro. En todos los aspectos de la vida, culpar nos convierte en sujetos pasivos
y si nos sentimos incapaces de intervenir en un proceso estamos dejando en
manos de otros nuestro destino. En cierta forma, uno elige ser víctima, elige
no hacerse cargo de sus emociones, de sus deseos, de sus necesidades, y espera
que otro se las cumpla, y si no lo hace, es culpable. Este rol queda al
descubierto cuando hay un otro que ejerce la violencia física, pero es moneda
corriente incluso cuando no hay agresión explícita. El rol de víctima en la
sociedad está naturalizado y aceptado, siendo a menudo el preferido debido a la
expectativa de compasión o indulgencia que genera. En cambio, la persona que
toma las riendas de su vida, que se hace responsable de sus emociones y
decisiones, es frecuentemente percibida de manera negativa. La independencia y
la autoafirmación pueden ser malinterpretadas como soberbia, egocentrismo o
falta de empatía, cuando en realidad, esas personas simplemente están eligiendo
actuar en función de su propio bienestar y sus principios. Esta dicotomía
revela cómo la sociedad, en muchos casos, refuerza la pasividad y menosprecia o
minimiza el valor de la autonomía personal, viéndola casi como una amenaza más
que como un valor positivo.
La víctima,
ya sea dentro de la pareja, la familia o incluso entre amigos, ejerce violencia
contra sí misma al no ser capaz de expresar o defender sus opiniones, al
ignorar su propio valor o aceptar etiquetas ajenas. En muchos casos, la familia
—vista por la sociedad como un valor incuestionable— es precisamente el lugar
donde hemos estado más expuestos a la violencia. Esta imposición social de
idealizar la familia oculta la realidad de quienes, dentro de su núcleo, han
sufrido abusos emocionales o físicos. Aceptan desprecios o indiferencia en
nombre del amor, justificando lo que no debería ser aceptado bajo ningún punto
de vista. Sin embargo, cuando justifica, no está justificando al otro, sino su
razón para quedarse y permanecer en la inacción. En cualquier relación de
dominación, la posibilidad de sumisión no surge porque uno imponga su poder
arbitrariamente, sino porque la otra persona cree que las razones que lo
mantienen en esa posición son válidas. De alguna manera, la víctima se resigna
y obtiene un tipo de beneficio, pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿qué
realmente gana y qué teme perder?
Cuando
hablamos de la acción de manipular como alguien que procede de manera poco
transparente para conseguir un objetivo, la imagen mental que nos representamos
suele ser la de un psicópata o sociópata hábil en la comunicación para tejer
las artimañas necesarias y hacer caer a la víctima en su red, pero no siempre
es así. No es la violencia lo que lleva a alguien a colocarse en el rol de
sumisión, sino la dependencia o la carencia afectiva. La carencia emocional se
refiere a una ausencia o insuficiencia de apoyo afectivo durante etapas claves
de nuestra vida, lo que genera vacíos internos y una sensación constante de no
ser suficiente. Esta falta de bienestar emocional puede generar que busquemos,
de manera desesperada, en otros lo que no hemos aprendido a proveer en nosotros
mismos. La dependencia afectiva emerge cuando nuestra felicidad depende de la
validación, el amor o la presencia de otros, convirtiéndonos en personas que
buscan constantemente la aprobación de los demás para sentirnos completos. Ni
es la manipulación cuando las palabras no están en coherencia con los actos,
sino la idealización y lo que uno quiere creer. Quien va en contra de sí mismo,
también persigue un objetivo, ya sea aprobación, amor, presencia, miedo a la
soledad o a hacerse cargo de su propia vida.
Esto no
quiere decir que exculpe al victimario. Es importante aclarar que cuando hago
énfasis en la responsabilidad de la víctima, no justifico el proceder del
agresor, sino que otorgo a la víctima el poder de reconocer su responsabilidad
en cambiar de rol. El objetivo es empoderarla para que, al tomar consciencia de
sus propias acciones o inacciones, pueda empezar a sanar y transformar su vida,
dejando de ser prisionera de su posición.
Para tener
vínculos sanos, es fundamental conocernos, tener definida nuestra autoestima y
aprender a valorarnos por lo que somos. Debemos saber qué queremos para nuestra
vida y ser capaces de comunicarlo dentro de una relación (cualquiera sea), entendiendo
siempre que primero debemos aceptarnos nosotros mismos y nos amarán las
personas correctas. Si, en igualdad de condiciones, alguien desea compartir ese
camino, es bienvenido, pero nunca debemos conformarnos con menos de lo que
merecemos por miedo a la soledad. El amor y el respeto comienza por lo que
somos capaces de darnos a nosotros mismos. La mejor prueba de amor es el tiempo
que nos dedicamos para conocer a alguien sin expectativas, sin afán de poseerlo
o encajarlo en nuestro proyecto de vida.
En términos
espirituales, algo que considero fundamental es reconocer que cada persona que
aparece en nuestra vida viene a mostrarnos lo que proyectamos. Si algo de lo
que vemos no nos gusta, es momento de invertir la imagen y preguntarnos: ¿qué
no me estoy dando? ¿En qué me estoy mintiendo? ¿Qué compromiso no estoy
asumiendo conmigo misma? ¿Qué debo integrar de esta situación? Y cuando
tengamos las respuestas, es hora de soltar y seguir adelante.
Nací en un
matriarcado y crecí en un entorno donde la violencia era ejercida por mujeres.
Conozco la violencia desde adentro y he experimentado ambos lados: víctima y
agresor. Puedo asegurarte que ninguno de los dos es más o menos doloroso, ya
que ambos son reflejo de una historia personal que cada uno lleva como puede.
Por eso, tengo una visión diferente de la realidad. No afirmo que tengo la
verdad, pero sí una interpretación más amplia que nos invita a no ver la
violencia solo como un problema de género, sino como un dolor humano
compartido. Como dice un curso de milagros, 'todo ataque es un pedido de
ayuda'.
Este es mi
enfoque, pero para salir de ese ciclo, primero hay que desearlo profundamente.
Hay que entender que nuestras historias no nos definen; toda sombra desaparece
si cambiamos el ángulo de la luz y esa luz es la forma en que decidimos mirar
nuestra realidad.
El pasado
no se puede cambiar, pero es clave para identificar lo que no queremos repetir
en el presente. Y el futuro, ese lo construimos con nuestras decisiones de hoy.
Siempre estamos
eligiendo, Vos tenés la opción: ser víctima o protagonista. Podés optar por
solucionar lo que te pesa o aferrarte a tener razón. Elige el cambio, elige
actuar, porque solo desde ahí podrás transformar tu vida.
Marian +54 1136510736
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