¿Para quién es el desarrollo personal?
¿Cómo
definiría un público objetivo cuando el desarrollo es una realidad inherente al
ser humano?
El
desarrollo personal no es un concepto reservado para unos pocos. Crecer es
inevitable: todos atravesamos transformaciones a lo largo de la vida,
impulsadas por nuestras experiencias, desafíos y etapas. Sin embargo, el
desarrollo consciente, aquél que se elige de manera activa, nos permite cruzar
puertas que de otro modo permanecerían cerradas.
¿A quién no
le beneficiaría conocerse a sí mismo en profundidad, identificar sus recursos
internos y ganar claridad sobre sus metas? ¿Quién no querría fortalecer su
autoestima para construir un autoconcepto que lo impulse en lugar de limitarlo?
El desarrollo personal no solo trata de superar retos, sino de entender
nuestras emociones y aprender a gestionarlas; mejorar la comunicación interna y
externa; construir relaciones más saludables y enriquecedoras; cuestionar los
valores, deseos y creencias que nos guían y alinear nuestras acciones con lo
que realmente importa.
Es una
invitación a reconectar contigo mismo y con el mundo que te rodea, viviendo con
mayor coherencia, autenticidad y propósito. No importa de dónde partas, lo
esencial es estar dispuesto a mirarte, dar el primer paso hacia la vida que
deseas crear…
Preguntarme
para quién es el desarrollo personal sería como cuestionar quién no se
beneficiaría de aprender habilidades emocionales y sociales desde la infancia.
Sueño con un mundo donde estas herramientas sean consideradas tan esenciales
como aprender a leer y escribir. Así estaríamos formando niños emocionalmente
sanos, evitando tener que reparar adultos rotos que buscan reescribir su pasado
para sanar. Porque, de alguna manera, todos llevamos heridas que, si no
atendemos, limitan nuestras vidas y se convierten en un legado inconsciente
para las futuras generaciones. Tal vez, al reflexionar sobre el público
objetivo, la verdadera pregunta sea: ¿en quién pienso cuando escribo?
Y aunque
creo que las imágenes que suelo usar en las entradas me delatan... realmente
cuando escribo pienso en mi generación, los que tenemos alrededor de 40, esos
que parecían viejos cuando éramos niños y ya no tanto. Aunque todos los días me
pregunte que estará viendo el que me dice Señora… o qué será, lo que no estoy
viendo yo…
La edad en
que empezamos a creer que nuestros ojos se convierten en teleobjetivos y
alejamos las palabras para que estas se enfoquen, cuando es exactamente lo que
siempre deberíamos haber hecho con nuestras experiencias. La que piensa que es
la edad la que trae los dolores de espalda y las contracturas y no somos
conscientes del peso que venimos cargando y no queremos soltar. La que está
convencida de que la madurez la traen los años, como si estos nos otorgaran
automáticamente sabiduría y equilibrio. Sin embargo, basta observar nuestro
entorno para notar que no vivimos en una sociedad que refleje verdadera
responsabilidad ni crecimiento emocional.
Escribo las
palabras que me hubiera gustado escuchar de niña o adolescente. Lo que habría
querido saber a los 20, para disfrutar más, preocuparme menos por cosas
insignificantes y evitar algunos errores, especialmente en la crianza de los
hijos que la vida puso en mis manos. Pienso en lo fácil que podría haber sido
el camino, cuánto más liviano y productivo, si no hubiera tenido que pasar 20
años sacando la mierda que metieron en mi cabeza los primeros 20, aun cuando
siempre conocí mi verdad.
Pienso en
los 40 como la generación bisagra que vivió la mitad de su vida en el viejo
mundo del cual hay tanto que no quiero soltar y la otra mitad en este nuevo del
que me maravillo todos los días por sus infinitas posibilidades. Y agradezco
haber sido testigo de los dos. No obstante, no puedo dejar de reconocer que
anclarse al viejo mundo impide percibir y evolucionar con los cambios y tirarse
de lleno al nuevo, facilita el piloto automático y si no somos conscientes, nos
aleja de lo humano, de nuestras necesidades reales, del presente y del impacto
directo de nuestras decisiones. Me hago consciente de la necesidad de
equilibrar esos dos mundos.
Somos la
generación que vivió la evolución del color, aunque nuestras vidas a veces se
asemejan más a las antiguas películas de los años 20, en cámara rápida y en
blanco y negro. Ahora tenemos televisores de alta definición, pero eso no
siempre se traduce en ver mejor. Reflexiono sobre cómo, sin darnos cuenta,
pasamos de ser meros espectadores a ciudadanos activos en una sociedad que
puede elegir qué compartir, aunque eso no siempre implique que estemos
eligiendo a consciencia.
Somos la
generación que sigue defendiendo conceptos oxidados que nos fueron enseñados
como valores incuestionables. De este modo, nos hemos sometido a vivir la vida
que nos dijeron que podíamos y/o debíamos vivir, hacer o dejar de hacer por
mandatos que provienen de quién sabe dónde. Valores como Patria, donde ni
siquiera tu propia vida te pertenece, donde toda “tu tierra” ya tiene otro
dueño y “la familia” defendida como un concepto rígido, aunque sus acciones
rara vez se alinean con su definición. Lealtades que limitan el potencial y
perpetúan los mismos errores. Virtudes como la disciplina que, debido a las
malas acciones de unos pocos, la asociamos con una experiencia negativa y
negamos a las futuras generaciones. El concepto de límite que se extravió a lo
largo del tiempo, porque después del cachetazo a tiempo, vino el “si le hubiera
contestado así a mi padre…” y después
“tomá el celular y no molestes”. El concepto de progreso, que reverenciamos,
asumiendo que el fin justifica los medios....
No puedo
evitar preguntarme qué legado dejaremos a las próximas generaciones. ¿Tendrán
más razones para reprocharnos que para agradecernos? Vimos los cambios y
fácilmente podemos detectar cómo los jóvenes se ven afectados, pero en cuanto a
nuestra responsabilidad... ni hablar, porque para eso nunca hay tiempo.
Más pronto
que tarde, nos convertiremos en los mayores que de niños nos enseñaron a tratar
con respeto. Pero habiendo tenido la oportunidad de conocernos de jóvenes, me
pregunto: ¿por qué lo mereceríamos? ¿Qué hicimos para ganarnos ese respeto?
¿Solo sobrevivir? ¿Contarles a nuestros hijos el mismo cuento que nos contaron
a nosotros, el único que no tiene moraleja, que las cosas son así sin
cuestionarnos siquiera cómo son realmente? Porque, para eso, tampoco hay
tiempo...
¿Por qué
deberíamos trabajar conscientemente en nuestro desarrollo, si es algo natural?
La razón
principal es que vivimos en un mundo, dentro de un sistema, que es anti-natural
y que va en sentido contrario. Estamos inmersos en una vorágine de ruido
constante, donde se vuelve cada vez más difícil escuchar nuestra voz interior.
Y, lo peor, es que ni siquiera nos damos cuenta de todo lo que dejamos pasar
por dejarnos llevar. Vivimos en una
sociedad de consumo que no solo aprovecha nuestras debilidades para vender
productos, sino que también nos vende “verdades” que no nos benefician. Y somos
tan pillos que además de comprarlas nos agredimos entre nosotros por
defenderlas.
A veces me
resulta increíble lo rebuscados que somos y la habilidad que tenemos para leer
las malas intenciones detrás de las acciones de nuestro entorno inmediato,
mientras que somos ingenuos al interpretar y reproducir lo que nos dice un
medio que responde a un grupo económico, y que además tiene muy buenas razones
para mentir. Teléfonos cada más más “inteligentes” cámaras con más resolución,
pero la mayoría no usa el zoom para ver el panorama completo. No vemos el
bosque, pero tampoco el árbol, porque con la flor que tenemos delante alcanza.
Hoy más que
nunca, el conocimiento y el acceso a múltiples posibilidades de crecimiento y
aprendizaje están al alcance de casi todos, lo que pone de manifiesto que las
limitaciones no provienen del mundo exterior, sino que son resultado de
nuestras elecciones o de la falta de conocimiento, no de una incapacidad o
imposibilidad. ¿De qué manera no sería imprescindible el desarrollo personal
para saber elegir lo que más nos conviene? Cómo usamos nuestro tiempo, nuestro
dinero, cómo lo que consumimos afecta a nuestro entorno, cómo usamos las
palabras, nuestra energía, nuestros pensamientos. ¿Cómo cultivamos nuestra
alma? ¿De qué nos estamos dejando llenar? ¿Qué tipo de felicidad estamos
buscando: la que sacia nuestros sentidos de forma inmediata pero perpetúa la
insatisfacción, o la que es más profunda, enfocada en la sabiduría y el
bienestar interior?
Y aunque pueda sonar apocalíptico, no por ello menos veraz, considero que quienes estamos en los 40 representamos la última generación de esperanza. Fuimos los que tuvimos la oportunidad de experimentar el mundo real antes de ser absorbidos por la influencia del mundo virtual. Los que crecimos con valores sólidos, antes de que estos se convirtieran en algo superficial y descartable. Aunque creemos que no tenemos tiempo para lo importante, aún estamos a tiempo de emprender el viaje del héroe, transformar nuestras vidas en lo que realmente deseamos y revertir el daño que hemos causado con nuestras decisiones y acciones a lo largo de los años. Cada uno de nosotros tiene el poder de generar un impacto positivo y hacer la diferencia. Aunque el futuro sea incierto, todavía podemos dejar un legado por el que merezcamos respeto.
Si no
tomamos acción por las nuevas generaciones, podría ser demasiado tarde...
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