Las mujeres Sapiens Sapiens. Por la paz entre los sexos. Reflexiones
Juramaia
sinensis: Este pequeño mamífero, que vivió hace unos 160 millones de años,
podría ser uno de nuestros abuelos más lejanos, descendiente de reptiles que,
según las teorías, también dieron lugar a los dinosaurios. Antes de eso, fue un
pez. Más atrás aún, un diminuto microorganismo. ¿Y antes? ¿El Big Bang? Quién
sabe…
Lo que
realmente me intriga no es tanto de dónde venimos, sino cómo llegamos a ser lo
que somos hoy y, más importante aún, en qué podríamos llegar a convertirnos.
Según el proceso natural descrito por Darwin, la capacidad de adaptarnos al entorno
es lo que define la supervivencia de una especie.
Mirando
hacia nuestros remotos ancestros, mucho ha cambiado el prototipo de belleza...
Se dice que nuestro cuerpo es el resultado de 4.600 millones de años de
evolución, mientras que los primeros “monos pensantes” tienen apenas unos 3
millones. Hay rastros e indicios de los procesos evolutivos, interpretaciones
basadas en pruebas, pero basta con un nuevo descubrimiento para desafiar todo
lo que hoy entendemos como “historia”. Porque, al final, la verdad sobre
nuestra evolución es, en muchos sentidos, todavía un misterio.
Del Homo
habilis al Homo erectus, y de este al Homo sapiens, cuesta creer que, en la
escala de la evolución, el sapiens sapiens sea el más inteligente. Sobre todo,
cuando en lugar de adaptarse al ambiente, se ha dedicado a modificarlo según su
ambición y comodidad. La historia puede ser hipotética, pero los resultados no.
Y si no nos ocupamos de lo importante, en este mundo no va a haber vida ni para
hombres, ni para mujeres.
Se dice… y
podría, porque en potenciales se escribe la historia. Quizá porque en cierta
forma, contenemos en nuestros genes la información de todos nuestros ancestros,
una minúscula prueba pueda guiarnos a resultados sorprendentes, pero teniendo
en cuenta que nuestras interpretaciones son variables de acuerdo con
conocimientos previos, sesgos y creencias, voy a seguir considerando la
historia, un potencial de posibilidades.
Desde el
principio de los tiempos, el ser humano se contó historias para explicarse lo
inexplicable. La primera que escuché sobre nuestros orígenes me la dio la
religión. El Big Bang no era parte del guion, aunque, sinceramente, a veces me
resulta más razonable pensar que somos un accidente de la naturaleza antes que
la creación de un Dios perfecto. Después de todo, habitualmente la obra supera
a su creador.
Tampoco me convence la idea de que seamos simplemente monos depilados y evolucionados. Los monos siguen siendo monos: viven en comunidad, colaboran y se protegen entre sí. Mientras que nuestras comunidades no solo carecen de esa cooperación, sino que ni siquiera somos capaces de cumplir con las normas de convivencia que nosotros mismos escribimos (y rompemos a conveniencia). Así que, si me preguntás, no hay muchas señales de que esto sea evolución. Más bien parece un intento fallido de prueba y error.
Algunos
creyeron en el cuento de Adán y Eva… Yo, en una época, también. Aunque,
considerando que por aquellos tiempos no existían Netflix ni internet, nuestros
ancestros bien pudieron haberse dedicado a aparearse como conejos por falta de
algo mejor que hacer. Pero si el único prejuicio que comparten todas las
culturas es el incesto, esa teoría la descartaría de inmediato. Y, además, “la
idea de Dios”, con la cual me programaron desde chica, tampoco permitiría
imaginar que todo haya comenzado así.
Con todo lo
que hay por arreglar, no me importaría dejar para lo último la incógnita de si
fue el huevo o la gallina. Pero no voy a negar que a veces pienso que el hombre
fue el borrador, y cuando Dios vio lo que había hecho, perfeccionó su trabajo y
creó a la mujer. Supongo que esta es una de las razones por las que me indigno
al ver tantas mujeres reclamando “igualdad”
¿Igualdad
de qué? O sea, ¿qué hacemos? ¿Nos ponemos a rezar y le pedimos a Dios que los
haga capaces de comprender el razonamiento complejo de una mujer? ¿Qué les
inyecte un poco de versatilidad para que puedan cargarse una familia al hombro,
“solos”, trabajar, ocuparse de la casa y superarse a sí mismos día a día (todo
al mismo tiempo)? ¿Que, además de cargar las bolsas del súper, sepan qué poner
adentro cuando hay que pensar en la economía? ¿Que aprendan a expresar sus
emociones, cuando durante siglos se les enseñó que no debían hacerlo?
No me
consta que, en el mundo laboral, por hacer la misma tarea, un hombre gane más
que una mujer. Yo creo que nos cagan de arriba de un puente a ambos por igual.
De lo que sí estoy segura es que el día que paguen por productividad, pocos
hombres van a poder superar a una mujer. Y el día que premien la dedicación, el compromiso y la
responsabilidad, entonces, ahí sí vamos a hablar de verdadera justicia. O
“justicie”... para les que prefieren el inclusivo (¿o solo aplica al masculino?
Supongo que no. Si no, no sería igualdad).
Me enseñaron que el hombre es el sexo fuerte, pero nunca creí demasiado en lo que me enseñaron sin haberlo comprobado antes. Yo prefiero guiarme por lo que veo en la naturaleza: si a la mujer se le dio la responsabilidad de parir, es porque un hombre no sería capaz de aguantar ni un dolor de ovarios mensual, mucho menos sobrellevar los cambios hormonales sin asesinar a alguien o romper en llanto días antes. No puedo ni imaginarlo.
A mí, el hombre me inspira ternura, no fortaleza
Entiendo lo
que reclaman, y sé que no se trata de esto. Pero el problema está mal enfocado.
No podés tapar las manchas de humedad con pintura si detrás de la pared tenés un caño pinchado. Si no vas al origen, el problema va a seguir ahí. Aunque parece obvio, esta sociedad tiene la manía de emparcharlo todo. Es como la medicina, que se enfoca en los síntomas, pero rara vez en el origen que los causa. Dividen al cuerpo por partes, como si cuando llevás el televisor a arreglar y te preguntan ¿cuál es el problema?, respondieras no tengo imagen, y entonces te dijeran: Tráigame la pantalla.
Ridículo, ¿no?
La mancha
en la pared no es más que el reflejo del problema; el síntoma de algo más
profundo, pero no su causa. Cuando ponemos el foco solo en el problema y no
analizamos qué lo generó, es imposible solucionarlo.
En el
humano ocurre lo mismo. El desequilibrio del alma, provocado por la
incoherencia en cualquiera de nuestros tres cuerpos, es el origen de la
enfermedad. Pero al médico que nunca le enseñaron dónde ubicar el alma en el
cuerpo humano ni tener en cuenta las variables emocionales de un individuo a
otro, enmascara el síntoma. Más fácil… buscar dolor de estómago… pag. 35, la
lista de remedios y en amarillo resaltados los del laboratorio con el que tiene
un arreglo… y ahí está tu receta. Suerte con eso.
Nuestro
organismo es como una farmacia natural que produce los químicos necesarios para
mantenernos saludables. Sin embargo, el ego, a través de sus pensamientos
negativos, puede alterar ese equilibrio y contribuir al desarrollo de
enfermedades.
Por ejemplo, muchas veces no podemos dormir, no tanto por causas fisiológicas, sino por el efecto de nuestros pensamientos: preocupaciones, estrés o emociones no gestionadas. Cuando recurrimos a un medicamento para dormir, solo estamos tapando esos síntomas. El cerebro puede reducir la producción de las sustancias naturales que inducen el sueño. Esto significa que, al intentar dejar esas pastillas, el cerebro, ya acostumbrado a depender de ellas, no retomará fácilmente su tarea natural de regular el sueño, haciendo el proceso más difícil.
Lo mismo
ocurre con los hábitos: afectan directamente nuestra química interna, porque el
cerebro, para bien o para mal, se adapta al uso que le das.
¿Qué tiene
que ver esto con los problemas de género? Todo. Como es afuera, es
adentro; como dice Coelho, todo es una misma cosa. Cuando tratamos una
problemática social, solemos investigar las raíces del problema, pero a menudo
se pasa por alto un eslabón fundamental: la naturaleza humana, que precede al
género. Más allá de lo masculino o lo femenino, nuestra esencia trasciende estas
distinciones e incluye ambas polaridades. El sexo no es más que el vehículo que
se nos asigna para transitar esta ruta llamada vida, pero lo que realmente nos
define va mucho más allá de nuestras características físicas.
¿No sería
más sabio abrir nuestra conciencia y cuestionar las ideas que nos dividen?
La
diversidad en el discurso feminista es, en muchos casos, solo un concepto
teórico. En la práctica, el discurso tiende a ser homogéneo, rechazando
cualquier perspectiva que se desvíe del consenso establecido. El problema de
género, en la actualidad, se ha convertido en una guerra de egos, en un campo
de batalla donde las posturas se endurecen tanto que perdemos de vista lo más
esencial: nuestra humanidad compartida.
De alguna manera, son nuestros hábitos los que
terminan definiendo quiénes somos. Y esto no es diferente cuando observamos
cómo, a lo largo de la historia, nuestras experiencias y roles han moldeado
comportamientos que hoy asociamos a hombres y mujeres. Como especie, también
hemos entrenado nuestras mentes y hábitos para adaptarnos al entorno y cumplir
con expectativas marcadas por generaciones.
Como en
todo, cualquier caracterización de uno u otro sexo es una generalización. El
problema no es la etiqueta rosa o celeste que te ponen en la cuna cuando naces.
El problema está en nuestra incapacidad de ver más allá de la etiqueta: no
somos simplemente hombres o mujeres. Somos seres humanos con historias,
vivencias y potenciales únicos. Y, sin embargo, nos aferramos a nuestras
diferencias físicas, como si eso fuera lo único que nos define.
A grandes rasgos, las razones históricas que se transmiten de generación en generación bajo el pretexto de “las cosas siempre se hicieron así” afectan todos los ámbitos de nuestra vida. Este patrón no solo condiciona nuestra cultura y comportamiento, sino que también tiene consecuencias en lo biológico. Nuestras creencias y acciones diarias moldean el cerebro, y según lo que hacemos y pensamos repetidamente, desarrollamos ciertas habilidades mientras otras quedan relegadas. Yo, por ejemplo, dediqué casi toda mi vida a leer, escribir, observar e interpretar, a buscar relaciones entre las cosas y mi cerebro funciona así de manera natural, pero si intento dibujar o realizar cualquier tarea que implique habilidad manual, soy un desastre. No lo desarrollé, he mejorado con el tiempo algunas tareas que practiqué porque me resultaban funcionales, pero como todo el mundo, tengo habilidades más desarrolladas que otras. Hasta aquí no hay guerra de géneros. Pero aquí está la razón por la cual, no debería haberla. Porque el género es algo natural y las diferencias están dadas por la evolución y cómo, el ser humano se fue adaptando a los distintos períodos históricos. No podemos esperar que las capacidades que las mujeres desarrollamos a través de millones de años, las adquieran los hombres simplemente porque consideramos que es justo.
No existe tal cosa como la igualdad total
entre los seres humanos, porque cada uno de nosotros lleva consigo una historia
única, una carga distinta y un conjunto de habilidades particulares. El
potencial humano es diverso y no está limitado únicamente al género, sino a las
experiencias y circunstancias que moldean nuestra vida. La idea de que todos
deberíamos tener las mismas habilidades o desempeñar el mismo papel, sin
reconocer esas diferencias, es una falacia.
En lugar de
buscar una “igualdad” artificial, deberíamos fomentar el reconocimiento y el
respeto por esas diferencias, entendiendo que cada persona aporta algo valioso.
La verdadera igualdad no reside en imponer un estándar uniforme, sino en
ofrecer a cada ser humano las mismas oportunidades para desarrollar su
potencial en un contexto que valore y celebre sus diferencias.
Es verdad
que en el mundo de “las cosas son así” a las mujeres se nos cargó con el peso
de la crianza de los niños y no tenemos un lugar muy privilegiado en la
historia, (al menos la escrita por hombres) Sin embargo, durante miles de años,
los hombres también cargaron con el peso de mantener a la familia, proteger el
territorio y defender lo que, en cada época, representaba el honor. Tampoco fue
algo que eligieron, sino una carga heredada, lo que les tocó vivir, igual que
seguimos haciendo aun todos y todas en muchos aspectos sin cuestionar.
Se tiende a victimizar la posición de la mujer en la historia, como si ser hombre hubiera sido más fácil, como si alguien hubiese podido elegir. Pero lo cierto es que la dificultad no era exclusiva de las mujeres, ni de un solo género o clase. En cada nivel social, las cargas eran pesadas. Ser pobre no solo implicaba carecer de poder o de acceso a las oportunidades, sino que, incluso en las clases altas, vivir con privilegios traía una responsabilidad aplastante: mantener las apariencias y cumplir con las estrictas expectativas impuestas por el estatus. Si un hijo varón deshonraba el nombre de la familia, también podía ser desheredado o excluido; igual que a una hija mujer, cuya pureza antes del matrimonio era vista como algo esencial, un sello de su valor y honra social. Es cierto que las mujeres no podían acceder a la educación, pero estas barreras iban más allá del género. ¿Cuánto debió esperar la clase trabajadora para acceder a la educación superior y cuántas veces la alfabetización era negada por miedo o ignorancia, muchas veces por parte de los propios padres?
Si nos limitamos a tomar solo los recortes de la historia que dan veracidad al relato actual y desde el lugar que cada uno se ve afectado (mujer/hombre - rico/pobre) solo construimos una narrativa parcial. Sin embargo, si ampliamos el panorama para ver el escenario completo… si realmente queremos abordar lo que llamamos "problemas de género", también podemos seleccionar otros recortes y empezar a contar una historia diferente:
La del poder que posiciona al hombre o a la mujer según le convenga,
perpetuando un discurso de división. Porque mientras nos centramos en esta
lucha entre nosotros, caemos en la trampa de desviar nuestra atención de las
verdaderas dinámicas de control y manipulación que, en realidad, nos afectan a
todos por igual.
Para
comprender por qué funcionamos como lo hacemos, debemos ir aún más atrás. La
familia tal como la conocemos hoy es un invento del siglo XVIII, creada para
adaptarse a las nuevas estructuras sociales surgidas con la Revolución
Industrial. Así como en todas las épocas previas, las formas sociales han
evolucionado según las condiciones necesarias para sobrevivir. Lo que hoy
entendemos por "familia" no es un vínculo natural, sino un producto
de la cultura.
Probablemente
los primeros hombres, ni siquiera pudieran relacionar el efecto causa -
consecuencia de la llegada de un bebé, con la calurosa tarde en la cueva 9
meses antes. Pero indefectiblemente, la mujer que lo cargaba adentro y lo vio
salir de ella misma; por instinto, porque es quien lleva el pecho para
alimentarlo está vinculada directamente a esa relación y es quien desde un
principio asume este rol. No hay culpas, no hay patriarcados, es un vínculo
natural indiscutible, no social. Las mujeres desarrollan la capacidad de proteger
a sus crías y hacer varias tareas simultáneamente. Y el hombre siguió haciendo
lo mismo que hasta entonces.
En tiempos
de supervivencia, lo que las mujeres sabían era algo que las del siglo XXI
quizás olvidaron: traer vida a este mundo era, en esencia, enseñarles a
sobrevivir, a valerse por sí mismos. Eso era lo natural. Desde temprana edad,
tanto hombres como mujeres aprendían todo lo necesario para subsistir. No es
que las madres cocinaran, les lavaran las pieles hasta los 30 años, o llamaran
cinco veces al día para preguntar si habían regresado bien o cuántos conejos traían
para la cena. Las sociedades cambiaron y se adaptaron a medida que
"evolucionaban". Si analizamos los cambios históricos a través de
diferentes civilizaciones, tribus, comunidades e incluso algunas culturas
actuales, vemos que era natural que un hombre tuviera varias mujeres, que las
mujeres fueran vistas como un recurso para procrear, y que los hombres
frecuentaran a otros hombres por diversión. En tiempos de guerra, cuando los
hombres estaban ausentes, eran las mujeres las que se encargaban de todo. Entonces,
¿cómo podríamos definir qué es lo "natural", si es la cultura de cada
época y lugar la que marca lo que consideramos "normal"?
Son muchas las mujeres que aún siguen dividiendo las tareas por géneros, exigiendo algo diferente de sus maridos, pero sin exigir lo mismo para sus hijos. Justificando en sus hijos lo que no perdonan en sus maridos. Los machitos consentidos que se creen especiales fueron criados por mujeres que los educaron así... y algún dia joderán a otras mujeres... pero andá a contarselo a la madre...
Al final, lo
que sembramos en el mundo, es lo que cosechamos
Las cosas
han sido así porque, en principio, se dieron naturalmente de esa manera. Si
vamos a culpar a los hombres por la desdichada vida de las mujeres, entonces
también debemos señalar a las mujeres por la manera en que criaron a esos
hombres. Todas las diferencias, al final, las impone el poder, no el género.
Hoy, ayer y siempre. Si seguimos aferrándonos en buscar culpables, nos estancamos en el pasado. Lo que realmente importa es asumir la responsabilidad, que no es otra cosa que nuestra habilidad para responder con acciones congruentes con nuestras palabras. Solo a través de la responsabilidad personal
podremos construir las bases de un cambio colectivo duradero, donde cada uno
asuma su papel en la transformación del mundo que dice querer construir.
Quizá mi
ego no habla por diferencia de género, porque entre los que me han jodido la
vida no la hubo, aunque me atrevería a
decir que incluso los hombres me han tratado un poquito mejor… entonces en mi
búsqueda de respuestas tuve que ir más allá del género. El ego, el yo con el
que todos nos identificamos, nuestra consciencia dual que interpreta la
realidad como una cosa u otra, suele pensar si yo tengo razón, el otro no la
tiene. Razón por la cual, no hay apertura a escuchar algo diferente, a integrar
ideas para construir una verdad completa: no la que quiero decir, ni la que
quiero escuchar, sino la del ser que realmente quiere transformar una realidad,
en lugar de tener razón. El ego genera todas las guerras internas y externas,
pero nuestro ser no es el ego, es el alma, es la que detrás del conflicto lo
que busca es un espacio de entendimiento y armonía donde todos podamos vivir en
paz con lo que somos.
Lo cierto
es que, si bien nos enseñan que todos somos iguales, la realidad es que
nuestras diferencias no son solo evidentes, sino necesarias. La única verdadera
igualdad que debemos buscar es el contexto, el espacio común donde todos
podamos desarrollarnos, independientemente de nuestras diferencias.
Si
replicamos la estructura del hombre y tratamos de hacer que las mujeres seamos como ellos, solo conseguiremos perpetuar el mismo tipo de mundo que ellos han
creado.
Colonizar nuestros espacios, a diferencia de
como lo hicieron los hombres, sin guerras ni violencia. Si bien a lo largo de
los siglos las tácticas, las armas y las formas de confrontación han
evolucionado, lo cierto es que, como humanos, seguimos siendo los mismos
primitivos de siempre.
Y ahora, también las mujeres…
mejores vestidos, más refinados pero no
mejores humanos.
No podemos
esperar resultados diferentes si seguimos reproduciendo el mismo modelo que ha
fracasado durante milenios. El verdadero cambio no viene de hacer a las mujeres
iguales a los hombres, sino de permitir que la energía femenina guíe nuestras
decisiones y acciones. Como Osho señala, es el momento de darle a la mujer las
riendas del poder, para crear una nueva realidad.
“Mi visión es que la era que se avecina, será la era de la mujer. El hombre lo ha intentado cinco mil años y ha fracasado. Ahora se le tiene que dar la oportunidad a la mujer. Ahora se le deben dar a ella las riendas del poder. Se le debe dar la oportunidad para que aporte su energía femenina en el desempeño de su trabajo. El hombre ha fracasado totalmente. En tres mil años, cinco mil guerras. Este es el récord del hombre. (…)”
Osho el libro de los libros. Vol.
VII

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