¿Qué revela tu autoestima sobre el año que viviste?


                                            Lo que no puede faltar en el pesebre... karmita adora las navidades 


 “La autoestima es la reputación que uno tiene de sí mismo.”

Nathaniel Branden (psicoterapeuta y pionero en el estudio de la autoestima)


Pareciera que en la sección de preguntas frecuentes de fin de año entran, dónde nos juntamos, la clásica y agotadora pregunta diaria de qué comemos, los regalos y hasta si va a haber transporte después de las 12.

Pero entre tanta logística navideña, casi nadie se detiene a hacerse las preguntas que realmente importan. Por ejemplo, cuánta distancia hubo entre la imagen que sostuviste y tu ser real; qué partes de vos crecieron y cuáles seguís esquivando; qué vínculos te dieron vida y cuáles te dejaron sin batería; qué voces ajenas seguiste escuchando como si fueran propias y en qué momentos volviste a traicionarte; qué cosas hiciste por convicción y cuáles por pura obligación; qué proyectos te encendieron y cuáles te fueron apagando de a poco; cómo invertiste tu tiempo, tu energía y tu dinero, y si esas decisiones fueron coherentes con las prioridades que decís tener; qué querés seguir construyendo y qué versión de vos necesitás para eso.

Y, quizás la más incómoda de todas: en cuántas situaciones, lugares o vínculos ya sabés que no deberías estar… pero seguís quedándote.

A qué deberías decirle adiós el próximo año…

Podemos decir que hacer un balance de fin de año es una huevada, pero no lo es. No se trata sólo de hacer una lista de logros para inflar el pecho ni de plantearse nuevas metas así sin más. De hecho, es bastante irónico: planificamos unas vacaciones de unos pocos días, nos sentamos, pensamos qué queremos, elegimos destino —playa, aventura, ciudad, descanso, compras— y ajustamos el itinerario según lo que deseamos, pero no ponemos el mismo empeño en planificar el resto de nuestra vida.

Rara vez hacemos una revisión básica de cómo estamos en cada área y como nos gustaría estar y a menudo ni siquiera tenemos claro qué queremos de verdad, y esa falta de claridad interna no sólo condiciona las decisiones que tomamos, sino también la forma en que nos vemos.

Y es justamente ahí donde importa mirar, calibrar y revalorizar la autoimagen.

Cada quilombo que superaste, cada límite que pusiste —o intentaste poner—, cada decisión que tomaste aun con miedo. Todo lo que aprendiste, todo lo que lograste ampliar tu zona de seguridad. Todo eso redefine cómo te ves.

Te da evidencia concreta de que no sos la misma persona que hace un año. Te muestra recursos que no sabías que tenías, fortalezas que descubriste en plena tormenta y capacidades que sólo aparecen cuando la vida aprieta.

Ese reconocimiento, no cuánto te valorás en teoría sino cuánto te honrás día a día en la práctica, es lo que realmente sostiene la autoestima.

La autoestima no es cuánto te decís que te querés ni una frase motivacional para sentirte mejor. Es cuánto te creés capaz de sostenerte en la vida real. Es una evaluación interna que se construye con decisiones, con límites, con coherencia y con acción. Es la relación que vas armando con vos a lo largo del tiempo, en lo concreto, no en el discurso.

Se refleja en cómo te mirás después de equivocarte, en cómo te hablás cuando algo no sale, en cuánto te respetás cuando nadie te aplaude e incluso cuando te juzgan. Toma forma con cada experiencia que atravesás, con cada decisión que tomás —o evitás— y con la manera en que interpretás lo que vivís. No implica sentirte fuerte todo el tiempo, sino saber quién sos incluso cuando dudás.

Porque la autoestima, al final, es tu valor personal en acción. No lo que decís que valés, sino lo que mostrás en cómo vivís. Es cuánto actuás alineado a tus valores, a tu dignidad y a tu bienestar. Esa tiene que ser tu prioridad.

Y también tu señal de alarma. Cuando dejás de ser tu propio punto de referencia, algo empieza a desarmarse por dentro. Cuando la mirada de los demás —su opinión, su validación, su aprobación— pasa a pesar más que la tuya, te corrés del centro de tu propia vida y ponés a otro por encima de vos.

Ahí ya no decidís desde lo que sentís, pensás o necesitás, sino desde lo que el entorno espera, tolera o valida. Y sin darte cuenta, empezás a vivir una vida que no termina de ser tuya.

Según cómo te ves, cómo te tratás y cuánto te respetás, vas moldeando cuánto de verdad te creés capaz, cuánto sentís que merecés, tu nivel de confianza y cuán suficiente te sabés para construir la vida que querés.

Desde esa coherencia —o desde su ausencia— se define todo lo demás: desde tus expectativas hasta tus metas.

Tal vez la primera respuesta automática sea “yo no creo que nadie valga más que yo”. Y, sin embargo, vivimos en un mundo donde muchísimas personas invierten tiempo, energía y recursos en agradar, encajar y ser aceptadas, muchas veces más de lo que invierten en escucharse, respetarse o ser fieles a sí mismas.

Algo no cierra del todo ahí…

A veces ni siquiera somos conscientes de nuestro propio valor, aunque hayamos sobrevivido a mil batallas. Otras, incluso dándonos cuenta, quedamos anclados en patrones viejos. Seguimos escuchando voces antiguas, esas que se grabaron en la infancia y nos dijeron lo que “podíamos” o “no podíamos”, sin entender que esas limitaciones hablaban mucho más de quienes las imponían que de ese yo futuro que nadie podía prever.

Y no cargamos sólo con las voces del pasado. También con las actuales. Con opiniones de personas que miran la vida desde sus propios miedos, desde sus renuncias, desde todo lo que no se animaron a intentar. Desde lo que para ellos es cómodo, posible o aceptable. Y sin darnos cuenta, dejamos que esas miradas —que no son neutrales ni objetivas— empiecen a marcar nuestros límites.

Otras veces caemos en la comparación constante, mirando vidas editadas en redes como si fueran una vara universal. Olvidamos que esas metas no tienen por qué ser las nuestras. Que no vinimos a encajar en modelos de éxito ajenos. Y así, casi sin advertirlo, terminamos midiendo nuestra vida con reglas que no elegimos, persiguiendo ideas de felicidad y realización que nunca nos pertenecieron.

Ahí debería aparecer la gran pregunta:

¿En qué momento aceptamos que las apariencias, el “qué van a decir” o la mirada del otro se vuelvan juez y medida de nuestro valor?

Porque eso es, en esencia, buscar aprobación. Poner al otro por encima. Callarnos. Agradar. Tolerar cuando por dentro queremos gritar “basta”. Es entregar el volante de nuestra vida a alguien que no va a tener que hacerse cargo del camino ni de las consecuencias.

Y esto no es sólo individual. Cuando esa pregunta no se hace, se repite. Se vuelve patrón. Se vuelve cultura. Se vuelve sumisión cotidiana, primero en lo personal y después en lo colectivo. Porque una sociedad formada por personas que no se reconocen valiosas es una sociedad mucho más fácil de dirigir, de disciplinar y de acostumbrar a vivir de rodillas.

No es casual que el mundo tolere mejor la obediencia que la autoestima. Que confunda valor personal con soberbia, dignidad con arrogancia, coherencia con egoísmo. Valorar(se) incomoda, porque obliga a revisar la propia mirada. Es más fácil juzgar y enojarse con quien se honra que preguntarse por qué uno no lo hace. Más cómodo rebajar al otro que hacerse cargo de la propia renuncia.

Y al final, la mirada que realmente construye o destruye nuestra confianza es la nuestra. Por más validación externa que recibamos, la solidez nace de cómo nos hablamos, cómo nos tratamos y del valor que somos capaces de reconocernos. Por eso es importante hacer el balance a conciencia: apagar el ruido externo, callar las voces viejas y escuchar la única que importa para construir presente y futuro —la propia.

La confianza no es algo que aparece cuando hacés limpieza en los armarios.

No es un papelito doblado que se cayó detrás de una pila de ropa y que mágicamente encontrás cuando ordenás la casa.

La confianza no está guardada en ningún cajón.

Se construye en la forma en que te mirás, en dónde ponés el foco y en la historia que te contás sobre lo que viviste. No aparece al final del balance, aparece en cómo mirás ese balance. Cuando dejás de contar el año como tiempo que pasó y empezás a leerlo como experiencia propia.

Es recién ahí donde el año deja de ser calendario y se vuelve experiencia. Una unidad real y medible.

Y solo desde ese lugar cobra sentido pensar el próximo. No como una ruleta a ver si esta vez toca, sino como una decisión consciente de qué seguir construyendo y qué versión tuya hace falta para eso.

Y justamente es desde esa versión más sólida de vos —no desde la culpa, ni desde la exigencia, mucho menos desde el juicio— que vale la pena mirar dónde seguiste eligiendo lo que te duele.

Todas esas cosas que dijiste “este año sí” y siguen exactamente igual.

Las conversaciones que evitaste.

Las decisiones que postergaste.

Lo que no soltaste, aunque sabías que ya estaba vencido.

Lo que seguís sosteniendo por costumbre, por inercia, por no animarte a romper un equilibrio que ya te queda chico. O por miedo a enfrentar el vacío que aparece cuando finalmente sacás lo que ya no va.

Lo que no cambiaste porque el miedo o la comodidad pesaron más que el deseo de vivir mejor.

Lo que seguís guardando en esos mismos armarios que limpiás sólo por fuera, mientras por dentro siguen acumulando cosas que ya no te representan.

Ahí también aparece otra pregunta incómoda:

qué versión tuya dejaste morir para sobrevivir al día a día, y qué versión nació en medio del caos sin que te dieras cuenta.

Fin de año no te pide que seas positivo.

Te pide que seas honesto.

Porque no hay futuro posible sin un presente asumido.

Y no hay crecimiento real sin mirar de frente la parte que seguís repitiendo por costumbre, por comodidad o por miedo a soltar lo conocido.

El ser humano es experto en autoengañarse.

No porque sea tonto, sino porque es su mecanismo más primitivo de supervivencia.

Nos contamos historias para justificar lo que ya decidimos sostener.

Nos inventamos excusas para no atravesar la incomodidad del cambio.

Nos armamos relatos épicos para seguir presos de lo que nos lastima.

El autoengaño es cómodo porque reduce el malestar inmediato. No duele tanto, pero tampoco transforma nada. Permite adaptarse, pero no crecer. Nos deja seguir funcionando sin cuestionar lo que incomoda, lo que lastima o lo que pide un cambio. Ese alivio momentáneo tiene un costo silencioso: resignar la posibilidad de vivir algo distinto.

La verdad, en cambio, incomoda. Duele al principio. Desarma excusas, rompe relatos internos y deja al descubierto lo que venías evitando mirar. Pero es la única que devuelve el control. Porque sin verdad no hay elección, sólo repetición.

Y aun así, seguimos diciéndonos que “todavía no es el momento”.

Que más adelante.

Que cuando se acomoden las cosas.

Como si el sufrimiento actual fuera transitorio, pero el cambio pudiera programarse.

Como si estuviéramos dispuestos a seguir pagando el costo de no movernos un poco más, convencidos de que en algún punto futuro, casi mágicamente, vamos a animarnos.

 El problema es que ese “después” casi nunca llega solo.

Porque el mejor momento para cambiar algo no es el lunes, ni el dos de enero, ni cuando todo esté dado.

Es cuando te hacés cargo.

Y hacerse cargo no empieza con grandes decisiones. Empieza con una mirada honesta sobre la vida que estás viviendo y la que venís postergando. Con preguntas incómodas. Con revisar creencias que ya no te sirven. Con aprender a leer tus emociones en vez de taparlas. Con mirar tus vínculos, tus hábitos y tus metas desde la coherencia, no desde la fantasía.

 Ese es el trabajo real. El que no se ve en redes, pero cambia el mapa completo.

No se trata de convertirte en otra persona, sino de alinearte con la versión que necesitás ser para vivir la vida que decís que querés. De dejar de caminar en círculos y empezar a elegir el rumbo con conciencia.

Ese proceso no promete respuestas mágicas ni atajos. Pero ofrece algo mucho más valioso: preguntas que ordenan, ejercicios que bajan a tierra y una mirada más clara para alinear emociones, vínculos, hábitos y metas con la vida que querés construir.

Porque cambiar el rumbo no es cuestión de suerte ni de calendario. Es cuestión de conciencia, coherencia y decisión.


Si ya decidiste dónde pasar las fiestas, qué vas a comer y con quién brindar, pero todavía no sabés qué regalar —o qué regalarte—, esta puede ser una buena elección.

Este no es un libro motivacional ni de autoayuda.
Es una invitación a dejar de repetir caminos conocidos y empezar a trazar, con conciencia, el mapa de tu propia vida.

El mapa mágico del tesoro. Un viaje de transformación interior para alinear tu mentalidad y alcanzar tus metas.


Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Quién se hace cargo? Defensa al consumidor mira para otro lado...

La Patria no nos pertenece... nosotros le pertenecemos a ella

Votar es seguir aceptando las reglas del juego