Creencias: toda transformación empieza con una idea

 



Aprendí a ser observando todo lo que no quería ser. A cuestionar lo que se daba por cierto y desafiar lo establecido. Aprendí que uno puede convertirse en ese valor que dicen que no existe o ya no se practica, y en el proceso comprendí, sobre todo, cuánto puede cambiar el mundo cuando cada uno asume la responsabilidad de poner en él eso que tanto reclama.”

                                                                                      Simplemente Marian


Como señala Richard Bandler, cofundador de la Programación Neurolingüística (PNL): “Tus creencias no están hechas de realidades, sino más bien es tu realidad la que está hecha de tus creencias.”

Esto nos recuerda que lo que llamamos “realidad” no es más que una interpretación personal del mundo. El ingeniero y filósofo polaco Alfred Korzybski, creador de la Semántica General —una corriente que explora cómo el lenguaje moldea nuestra percepción—, lo expresó con claridad: “El mapa no es el territorio.” Lo que percibimos no es la realidad tal cual es, sino una representación interna construida a partir de fragmentos de información.

 Desde que nacemos, comenzamos a trazar ese mapa a través de las creencias que absorbemos del entorno familiar, social y cultural, y también de lo que observamos en nuestra propia experiencia. Cada una de estas referencias dibuja fronteras invisibles que delimitan nuestra zona segura y configuran la mentalidad desde la cual interpretamos el mundo: un filtro que determina cómo percibimos la vida, cómo actuamos y cómo respondemos a ella. Nuestra mentalidad actúa como una lente: una persona puede mirar el mismo hecho desde la carencia o desde la abundancia, desde la posibilidad o desde la imposibilidad, desde la confianza o desde el miedo. Ese filtro no solo da forma a lo que vemos, sino también a lo que creemos merecer, a lo que nos animamos a intentar y a cómo interpretamos cada resultado.

Incluso el lenguaje, con sus palabras, significados y matices personales, moldea nuestro mapa interno: nombra lo que podemos percibir y deja fuera lo que aún no sabemos nombrar. Aprender a cuestionar esos límites —tanto los que provienen de nuestras creencias como los que habitan en nuestro lenguaje— es comenzar a explorar territorios nuevos dentro y fuera de nosotros.

Y es aquí donde comienza todo proceso de transformación: en reconocer que vivimos más en nuestras ideas sobre la realidad que en la realidad misma. Habitamos interpretaciones, no hechos; historias que nos contamos para explicar nuestras experiencias, muchas veces heredadas del pasado, escritas dentro de nuestro mapa entre miles de otras posibles que podrían narrarse de maneras completamente distintas cambiando la mirada de quien las escribe.

Transformar nuestra vida requiere revisar y cuestionar esas ideas que la sostienen, mirar de frente las suposiciones que construyeron nuestra identidad y que hoy nos limitan. En ese espacio —cuando el ruido mental se disuelve y dejamos de confundir el mapa con el territorio— se revela algo más real: una comprensión directa, que surge de la vivencia y no solo del pensamiento.

En “La libertad primera y última” (1954), Jiddu Krishnamurti afirma:

“No es mediante la búsqueda de la verdad como uno se libera, sino comprendiendo la falsedad de lo que uno sostiene como verdadero.”

Esa frase encierra una paradoja esencial del autoconocimiento: la verdad se revela cuando dejamos de sostener lo falso. De igual manera, nuestra autenticidad —ese ser que a menudo queda oculto tras máscaras y roles sociales— solo surge cuando nos atrevemos a soltarlas y mostrarnos tal como somos. Pero reconocer lo falso no siempre alcanza. Podemos ver con claridad que una creencia nos limita, que un miedo no tiene fundamento o que un patrón de pensamiento nos hace daño… y aun así seguimos actuando desde ahí.

¿Por qué pasa esto?

Porque entender algo con la cabeza no transforma la conciencia. El cambio real sucede cuando la comprensión intelectual se une a la experiencia directa; cuando lo comprendido deja de ser solo una idea y se convierte en vivencia. El condicionamiento no cede ante la lógica.

 Cambiar una creencia empieza por cuestionarla: ponerla bajo la lupa, preguntarnos si realmente refleja la realidad o solo una parte de ella, si es una descripción fiel del mundo o un reflejo de nuestros temores. Desde ahí, podemos abrirnos a observar algo distinto y descubrir en la experiencia señales que desmientan lo que dábamos por cierto. A veces basta una nueva mirada para que lo imposible empiece a mostrar grietas. Y cuando nos permitimos dudar, cuando de verdad estamos abiertos a aceptar que podemos estar equivocados, la vida misma se encarga de revelar que otra forma de ver y de vivir también es posible.

 Sin embargo, nuestra tendencia natural es distinta: solemos buscar solo aquello que confirma lo que ya creemos. Pasamos horas leyendo noticias que refuerzan nuestros miedos, argumentos ideológicos que ratifican lo que ya pensamos, o interpretaciones que validan nuestra sensación de imposibilidad o la falta de oportunidades. Rara vez nos detenemos a mirar el panorama completo, a ver el todo más allá de las partes, a considerar lo que podría mostrar otra perspectiva y abrir caminos distintos, y mucho menos a escuchar argumentos que desafíen nuestra “verdad”. Comprender que nuestra experiencia es solo una entre millones posibles, y que nuestra visión de la realidad siempre es parcial, es la primera acción que empieza a desarmar lo falso y a abrir espacio para nuevas creencias.

 Pero hasta llegar ahí, muchas veces actuamos sabiendo que nos mentimos. Repetimos patrones que hacen que nuestros resultados confirmen nuestras creencias, y, con un poco de ironía, parece que incluso nos sentimos orgullosos de tener razón, aunque de todo eso se desprendan resultados de mierda. Es genial… ¿no? Tiene su gracia: no soy feliz, pero tengo razón. En esa tensión se juega gran parte del camino hacia la libertad y hacia la vida que deseamos.

 Un Curso de Milagros explica esta dinámica y aporta una perspectiva complementaria:

“Toda percepción tiene un propósito, y ese propósito es lo que determina lo que ves.”

Desde esta mirada, no vemos las cosas como son, sino como necesitamos verlas para sostener una determinada idea de nosotros mismos. La mente interpreta la realidad de manera selectiva, y cada error de percepción cumple una función: proteger una herida, justificar un miedo o mantener la identidad que el ego teme perder. Por eso, incluso cuando reconocemos que una creencia es falsa, puede seguir activa mientras su propósito inconsciente permanezca vigente.

Carl Jung abordó esta misma verdad desde la psicología profunda. Para él, los errores de percepción no eran simples fallos cognitivos, sino manifestaciones del inconsciente que buscan ser reconocidas. Las proyecciones, los juicios y las reacciones emocionales intensas revelan partes de nuestro mundo interior que aún no fueron integradas. “Lo que niegas te somete y lo que aceptas te transforma.” También afirmaba: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino.” Con ello resumió una enseñanza que atraviesa tanto la psicología como la espiritualidad: lo que no aceptamos de nosotros mismos seguirá apareciendo afuera hasta que decidamos mirarlo.

 Comprender esto cambia la dirección del trabajo interno: cada distorsión puede volverse una puerta hacia un conocimiento más profundo de uno mismo. Podemos observar nuestras ideas con honestidad, reconociendo el miedo o la necesidad que la origina. Solo esa mirada lúcida y sin juicio puede desactivar el poder de la ilusión.

Otros pensadores y filósofos también exploraron esta misma idea desde diferentes ángulos, reconociendo que nuestra percepción está mediada por estructuras invisibles que guían nuestras decisiones y emociones. Si miramos más profundo aún, encontramos el punto más sutil y poderoso de todos: la idea. Porque antes de toda emoción, acción o meta, hay una idea. Y esas ideas —invisibles pero estructurales— delimitan lo que creemos posible o imposible, lo que nos atrevemos a intentar y lo que descartamos sin cuestionar.


Platón, en La República y otros diálogos, plantea que el mundo sensible es solo una sombra del mundo de las Ideas. Para él, las Ideas (o Formas) son la realidad verdadera, mientras que lo que percibimos no es más que su reflejo. Aplicado a lo psicológico o existencial, podríamos decir que vivimos a partir de nuestras “formas mentales”: interpretamos, deseamos y sufrimos según las ideas que sostienen nuestra mirada del mundo.

René Descartes no hablaba de percepción psicológica sino ontológica, pero su afirmación “pienso, luego existo” inaugura la noción de que la conciencia y el pensamiento son el punto de partida de toda certeza. Desde ahí, todo lo que consideramos real —nuestras metas, miedos, limitaciones o posibilidades— nace de una construcción mental previa. Es decir: existo en función de cómo pienso, y mi mundo se organiza según el sistema de ideas que sostengo.

 Immanuel Kant dio un paso más: para él, la mente humana no capta la realidad tal cual es, sino que la organiza a través de sus propias categorías y conceptos. Esto significa que la estructura del pensamiento condiciona la experiencia, y nuestras creencias funcionan como filtros que determinan lo que percibimos como posible o imposible.

Incluso la física cuántica nos aporta algo más: los resultados observables dependen de la mirada del observador. El objeto que ”vemos” no existe al margen de quien lo observa; nuestra mirada influye en lo que se manifiesta, tal como nuestras ideas y creencias moldean lo que percibimos como realidad.

En síntesis, tanto la ciencia, como estos autores, entre otros, convergen en lo mismo: las ideas determinan lo que sentimos, perseguimos y nos permitimos ser. Cambiar una idea no es un mero juego intelectual; transforma todo nuestro mapa de lo posible, y con ello nuestra capacidad de construir un yo diferente, con otros caminos, opciones y resultados.

Por ejemplo, durante siglos se sostuvo como verdad que el valor de una persona estaba ligado a su capacidad de sacrificio. Esa idea moldeó generaciones que creyeron que amar era sufrir, que trabajar debía ser una carga y que merecer implicaba no disfrutar. Frases como: “sin esfuerzo no hay recompensa”, “el amor duele”, “la vida es sacrificio”, “lo que te gusta no te da de comer”, “primero el deber, luego el placer”, “solo el trabajo duro vale”, refuerzan este mismo patrón. Todas sostenían un mensaje común: la vida debía ser dura, controlada y disciplinada, y el bienestar personal quedaba subordinado a cumplir con mandatos externos.

Por eso el victimismo muchas veces es mejor visto en la sociedad: se otorga dignidad y valor al sufrimiento. Pareciera que lo que hacemos con disfrute tiene menos mérito, y que solo merece reconocimiento aquello que padecemos.

Vale aclarar que, en los tiempos actuales, vivimos inmersos en un ruido constante que impide el silencio interior, en la búsqueda de recompensa que confunde el placer inmediato con la verdadera felicidad, en distracciones que rara vez nos aportan algo y en una sobreinformación que consumimos sin asimilar. Nos convertimos en algo así como un cubo de basura de datos: incorporamos información constantemente, pero rara vez la cuestionamos, la transformamos o la convertimos en conocimiento útil. Seguimos llenando ese cubo sin detenernos a mirar dentro de nosotros mismos, sin confrontar las creencias y patrones que guían nuestras decisiones.

En este contexto, aun cuando estamos llenos de evidencia que demuestra lo contrario, las antiguas creencias no desaparecen: simplemente quedan ocultas bajo la rapidez y superficialidad de la vida moderna. Seguimos midiendo nuestro valor según expectativas externas, comparándonos con estándares ajenos, eligiendo la distracción por sobre la formación, la estética por sobre el bienestar interior, la gratificación inmediata por sobre los resultados a largo plazo y, sobre todo, creyendo que es lo que hay… que ahora el mundo es así y hay que adaptarse. Por eso, no basta con saber que estas ideas son falsas o limitantes: es necesario encarnar nuevas verdades, vivirlas en la práctica y permitir que transformen nuestra manera de sentir, decidir y actuar. Solo a través de esta acción consciente —observar cómo nuestras creencias impactan la experiencia y escuchar lo que los resultados nos revelan— podemos rendirnos ante lo que es y soltar lo que nos mantiene atados a una vida sin sentido, vacía de significado.

Hasta que eso ocurra, las viejas creencias siguen condicionando nuestra mirada, muchas veces sin que nos demos cuenta, repitiendo como un eco los antiguos mandatos que nos han marcado durante siglos…

Es importante aclarar que cuestionar la creencia de que “la vida debe ser sacrificio” no significa que alcanzar resultados a mediano o largo plazo esté exento de esfuerzo, disciplina o renuncia. La diferencia está en que el sacrificio deja de percibirse como un dolor impuesto o como una pérdida de disfrute de la vida, y se convierte en un compromiso consciente con metas significativas y coherentes con nuestra propia verdad.

Una cosa es privarnos de algo en el presente para lograr un bien mayor que elegimos para nosotros mismos: estudiar, entrenar, dedicar tiempo a un proyecto, a una relación o a cualquier meta que realmente valoremos. Otra muy distinta es sacrificarnos para cumplir expectativas ajenas: hacer lo que “debe hacerse”, seguir las reglas de otros, ajustarnos a mandatos familiares, sociales o culturales, renunciando a nuestro bienestar. La clave está en la elección consciente: decidir cuándo el esfuerzo es nuestro y cuándo nos dejamos arrastrar por la presión de otros.

A esto se suma la versión colectiva o histórica: sacrificarnos bajo el cuento del poder, la obligación o la promesa de un futuro mejor que nunca llega, repitiendo, en versión moderna, la lógica de la Edad Media que ofrecía el cielo a cambio de nuestro sufrimiento y renuncia. Antes sabíamos que éramos esclavos; ahora creemos que somos libres. Nos dicen quién está arriba y quién está abajo, qué merece respeto y qué desprecio, y sostenemos esas jerarquías como si fueran naturales, cuando en realidad son construcciones de creencias compartidas. Como en el viejo “pan y circo”, la atención se distrae, el placer inmediato calma la conciencia y, mientras tanto, continuamos sacrificando nuestro tiempo, energía y bienestar por ilusiones que solo existen porque colectivamente decidimos que existan.

En definitiva, lo que pensamos, creemos y sostenemos como verdadero no solo moldea nuestra percepción del mundo, sino que configura nuestro propio ser. No podemos construir un yo diferente —uno que elija, actúe y obtenga otros resultados— mientras nos mantengamos prisioneros de las mismas ideas que nos condicionan. Las ideas actúan como mapas internos: si seguimos recorriendo el mapa viejo, con caminos limitados y rutas ya conocidas, solo vamos a obtener los mismos destinos de siempre.

Cambiar de vida, de decisiones y de resultados no depende de recursos externos ni de fórmulas mágicas: depende de crear un mapa nuevo dentro de nosotros mismos, basado en ideas que surgen de la comprensión profunda y de la acción consciente. Solo un yo renovado, que se atreve a cuestionar, observar y experimentar, puede transitar caminos distintos, explorar territorios desconocidos y descubrir posibilidades que antes parecían imposibles.

Si cultiváramos nuestra conexión interna con la misma dedicación con la que buscamos una señal de Wi-Fi, accederíamos no solo a nuestros propios recursos, sino también a una sabiduría que ya reside dentro de nosotros.

Indagá en tus creencias. Cada vez que surja un “pero” ante una decisión o un deseo, cuestioná esa voz: ¿qué tan real es esa limitación? No escuches solo a quienes refuerzan tus miedos ni a quienes te dicen que no se puede hacer aquello que nunca hicieron; buscá ejemplos de personas que hayan logrado eso que deseás en lugar de conformarte con los testimonios de quienes no pudieron.

Todos podemos ser referentes en algún aspecto, pero eso no significa que cualquiera sepa sobre todo como para validar o descartar posibilidades por nosotros. Existen maestros, guías y mentores que pueden mostrarnos cómo algo es posible, pero no hay profesores del "no se puede". Que alguien no haya logrado algo no lo convierte en autoridad para decirte que vos tampoco podés.

Para empezar a transitar el camino entre donde estamos y donde queremos llegar, hay siempre una idea en juego. Esa idea puede ser el puente que nos conecta con lo que deseamos, o el muro que nos separa de aquello. Ese límite no es real, tenemos el poder de atravesarlo.

Cuestioná cada día las creencias que te impiden llegar a tu destino y las expectativas que te impiden llegar aun mas lejos…  Al transformar esas ideas internas, no solo reconfiguramos nuestra percepción individual, sino que abrimos la puerta a nuevas formas de relacionarnos con el mundo. Cada cambio comienza en lo más sutil y poderoso: la idea. Desde ahí se despliegan la acción, la libertad y, finalmente, un nuevo yo que, más allá de las imposiciones externas y de los mapas heredados, puede elegir y crear la vida que realmente desea.


Si sentís que estás lista para revisar tus creencias, cuestionar tus mapas internos y construir una vida más alineada con quien realmente sos, puedo acompañarte en ese proceso.


Escribime y empecemos a trabajar en la transformación desde la idea hasta la acción.

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