Agenda 2030: Sostenibilidad para mantener el sistema, no el planeta

 





“La Tierra proporciona lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada hombre, pero no la codicia de cada hombre.” 

                                                            Mahatma Gandhi


Lo fascinante de la Agenda 2030 es su simplicidad. Explican el mundo de una manera tan “fácil” que hasta un niño podría entenderlo. Y claro, ese es justamente el truco: reducir problemas complejos a frases que suenan bien. Una estrategia comunicacional muy efectiva —sobre todo cuando lo importante no es que pienses, sino que te lo creas y repitas.

“Fin de la pobreza”, “igualdad”, “desarrollo sostenible para todos”. Suena bonito, casi celestial. Pero basta aplicar un poco de sentido común para que el cuento se desmorone.

Si el planeta ya está “en peligro” con la cantidad de personas que no tienen acceso a los recursos, ¿cómo sería el planeta si todos los tuviéramos?

Para imaginarlo, alcanza con un ejemplo simple: si hoy la tala indiscriminada ya es un problema, ¿qué pasaría si cada habitante del planeta quisiera cambiar los muebles todos los años?

O si cada persona usara la misma cantidad de energía, plástico o carne que consume el promedio de los países ricos.

No haría falta una agenda, sino un segundo planeta (bueno… eso también lo están planeando).

Spoiler: no hay planeta sostenible si todos accedemos libremente a los recursos.

Y eso el poder lo sabe. Por eso necesita que existan los pobres: son la base del engranaje, los que permiten que el sistema siga funcionando a bajo costo mientras unos pocos disfrutan del “desarrollo sostenible” desde sus torres de vidrio y discursos inspiracionales.

Incluso la promesa de una educación “de calidad” no escapa a este patrón: habría que estudiar a fondo qué significa realmente “calidad” en este contexto. Porque la educación, desde sus comienzos, ha funcionado como una fábrica de mentalidades en serie: estandariza hábitos, expectativas y obediencia, y garantiza que el engranaje social continúe funcionando.

Después vienen los ejemplos que disfrazan de justicia.

La “pesca ilegal”, por ejemplo.

No es que esté mal cuidar los mares; lo perverso es quién decide qué es “ilegal”. Porque, casualmente, solo puede ser “legal” aquel que tiene el dinero, la tecnología y las licencias para comprar el derecho a pescar.

Los demás —los que siempre estuvieron ahí, viviendo del mar— pasan a ser delincuentes por no poder pagar la “legalidad”.

Y así, bajo la etiqueta de “sostenibilidad”, se perpetúa el mismo modelo de siempre: los poderosos conservan los recursos, los pobres conservan la culpa y el traje a rayas.

Y si hablamos de propiedad, ¿en qué momento aceptamos que alguien se convirtiera en dueño de los mares, las tierras o los cielos?

Fue un robo tan antiguo que ya prescribió.

Nos hicieron creer que la “nación” y sus recursos pertenecen a unos pocos que administran lo que es de todos.

Pero la verdad es que la tierra y los recursos de cada “nación” pertenecen —o deberían pertenecer— a todos y cada uno de los que la habitan (al menos según el cuentito de pertenencia que nos contaron). No al que tiene más títulos o papeles firmados hace siglos por otros ladrones.

La Agenda 2030 no es un plan de salvación. Es un rebranding elegante del mismo sistema, un nuevo packaging que necesita que sigamos creyendo que “vamos hacia algo mejor” mientras mantenemos todo igual.

Porque si realmente se tratara de sostenibilidad, empezarían por revisar la raíz: un tema tan complejo como para no poder resumirlo en un slogan, pero no tanto si comenzamos por examinar la historia. No la oficial, sino la que casi nunca aparece en los libros, en las escuelas o en las universidades; esa que te muestra a un “héroe patrio” que en realidad participó de la repartija, y a quien incluso se le concede un feriado… como si la guerra hubiera tenido un buen fin y lo ganado por ese mártir fuera tuyo, cuando en realidad es la que evidencia cómo se ha dividido la tierra y concentrado poder y recursos en manos de unos pocos.

Mientras tanto, además de distraernos con una agenda banal y superficial que, de alguna manera, premia la estupidez de no cuestionar nada, nos piden pequeñas acciones individuales: pagar la bolsa en el supermercado o reciclar los envases (que también), mientras quienes producen materiales no reciclables ni se plantean detenerse.

Pero claro, eso implicaría tocar los intereses de quienes lucran con la contaminación, y ahí el discurso de la “conciencia ambiental” se vuelve incómodo.

Vale aclarar que la conciencia individual es imprescindible porque sin demanda no hay oferta. Pero seamos claros: sin regulación, sin límites y sin responsabilidad real de quienes producen, no vamos a salvar el planeta solo por separar los residuos…

Pero claro, eso no entra en ningún eslogan.

Y hablando de eficiencia, cualquiera sabe que no se mide por la cantidad de tareas que hacés, sino por las que terminás. Sin embargo, mientras la ONU juega a ser árbitro del planeta, pretende erradicar la pobreza, salvar el medio ambiente y garantizar la paz mundial… todo en un mismo calendario.

Y disculpen si suena poco diplomático (algo que admito plenamente y sin complejos de que carezco), pero si se fundaron en 1945 con el objetivo de terminar con las guerras y proteger los derechos humanos, ochenta años después siguen sin cumplir la primera parte.

Un poco ridículo lanzar una nueva agenda cuando todavía no pudieron cerrar la vieja, ¿no?

¿No sería más lógico cumplir esa antes de anunciar otra?

Parece que el verdadero lema debería ser: “nuevas metas, mismos fracasos.”

Y mientras algunos piensan que quienes se oponen a la Agenda 2030 son simples conspiranoicos, que “creen” que busca instaurar un gobierno centralizado mundial, la verdad es que la globalización ya hizo buena parte de ese trabajo: hoy los mandatarios de cada nación responden, en gran medida, a compromisos con grandes corporaciones que no dependen de países, que son ajenas a cualquier agenda de bienestar y lejos de cualquier compromiso real con la población de sus propios territorios.

Al final, nadie puede negar que sería maravilloso que nadie pase hambre, que todos tengamos acceso a educación, y que cuidemos el planeta. Pero si nos quedamos solo con los dibujitos bonitos —los que los nenes (y las nenas… obvio) cuelgan en la pared de la salita del jardín—, nunca vamos a ver la complejidad que hay detrás.

Es fundamental leer a fondo, analizar, cuestionar qué hay detrás de esos slogans, a quiénes sirven realmente, qué relatos promueven y dejar de repetirlos de manera automática, porque mientras colaboramos con esa ilusión, seguimos sosteniendo el mismo sistema. La verdadera sostenibilidad no está en los slogans que suenan bien, sino en la transformación real de los sistemas que definen cómo vivimos, consumimos y nos relacionamos con el mundo.

…y eso, indefectiblemente, es un acto de conciencia individual que, al sumarse, transforma la conciencia colectiva.


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