Proactividad: de Covey al día a día — la diferencia entre construir tu vida y sobrevivirla

 





“No permitan que las cosas sobre las que no pueden hacer nada interfieran con las cosas sobre las cuales pueden hacer mucho.”

                                         Stephen Covey

 

Recuerdo que, cuando era joven de verdad y me sentaba a escribir mi currículum, había una palabra que aparecía siempre como comodín: proactiva. Me la habían enseñado como quien dice “esto queda bien, ponelo”, sin mayor explicación. Así que yo, cuando todavía hacía caso a ciertos consejos, aunque para mí no tuvieran mucho sentido, la escribía: Soy proactiva. Y así, con esa creencia limitada pero bien intencionada, me presentaba al mundo.

Pasaron los años. Bastantes... (un montón…) 

Y un día cualquiera, mientras veía una conferencia de Stephen Covey en YouTube y su famoso Hábito 1: Ser proactivo, tuve un clic inmediato.

Poco tenía que ver la proactividad con la actividad. Ahí entendí que hacer mucho no es lo mismo que hacer lo que hay que hacer. Y que estar ocupada, llena de pendientes y corriendo detrás de todo, no tiene nada que ver con ser proactiva.

Para Covey, la proactividad implica asumir la responsabilidad de nuestra propia vida. Es la capacidad de tomar decisiones basadas en valores —no en impulsos ni en circunstancias externas— y la conciencia de que entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestra libertad de elegir quién queremos ser. No se trata de reaccionar ante lo que el mundo impone a cada momento, sino de tomar las riendas y actuar alineados con la dirección en la que realmente queremos ir.

En cambio, el comportamiento reactivo es exactamente lo opuesto: vivís en función de lo que pasa afuera. Si hace calor, estás de mal humor. Si alguien te habló mal, ya tenés un mal día. Si alguien no te da el lugar que esperás, te apagás. Es como ir en un auto sin volante, esperando que el viento o los otros conductores te lleven a destino. Y eso, además de ineficiente, es agotador…

En el trabajo, esta actitud suele traducirse en personas que se limitan a resolver tareas solo cuando el problema ya estalló, apagando incendios en lugar de anticiparse. No se plantean un objetivo claro, simplemente reaccionan ante lo urgente. No están realmente comprometidos con los resultados como para enfocar sus acciones en esa dirección. Se enojan si el equipo no responde, si el jefe no reconoce, si el contexto no acompaña. Quedan a la deriva, atrapados en una dinámica de supervivencia: hacen lo mínimo para evitar conflictos, no lo necesario para construir algo valioso.

En cambio, una persona proactiva, aun en ese mismo entorno, puede enfrentar las mismas condiciones externas, pero elige actuar desde otro lugar. En lugar de esperar a que le indiquen qué hacer, busca entender el propósito de su trabajo, anticiparse a los problemas y aportar soluciones antes de que se conviertan en urgencias. No depende del reconocimiento externo para comprometerse, ni necesita que todo esté alineado para dar lo mejor de sí. Su foco está en lo que puede controlar: su actitud, su manera de comunicarse, su capacidad de organizarse, de influir positivamente en su entorno. No actúa por reacción, sino con intención.

La proactividad es el hábito que lo cambia todo porque, como dice Covey en su libro Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, si este no está presente, los otros seis ni siquiera pueden empezar a construirse:

— ¿Cómo vas a comenzar con un fin en mente si ni siquiera estás eligiendo hacia dónde querés ir? (Comenzar con un fin en mente)

— ¿Cómo vas a priorizar lo importante si te pasás el día apagando incendios? (Poner primero lo primero)

— ¿Cómo vas a construir relaciones profundas si vivís a la defensiva, esperando ser entendido sin intentar entender? (Buscar primero comprender y luego ser comprendido / Pensar en ganar-ganar)

— ¿Cómo vas a crear algo mejor con otros si no sos capaz de valorar lo diferente, en lugar de competir o querer llevarte todos los méritos? (Sinergizar)

— ¿Cómo vas a sostener todo eso si no te cuidás, si vivís agotado, sin detenerte a recargar energía ni revisar si el camino que estás tomando sigue teniendo sentido? (Afilar la sierra)

Frases como “no puedo”, “el contexto es difícil”, “las circunstancias son las que son”, “no tengo opción”, “si los otros hicieran…” son pistas claras de una mente reactiva: delegan el poder afuera. En cambio, expresiones como “elijo”, “decido”, “prefiero”, “me hago cargo”, “¿qué puedo aprender de esto?” hablan de una postura más consciente y responsable.

Pero para vivir desde ese lugar no alcanza con tener ganas. Es un trabajo interior que, por alguna razón —y no diría que conspiranoica, pero casi— quedó fuera del plan de estudios…

Covey plantea que la verdadera proactividad no nace del esfuerzo superficial ni del deseo de “ser mejor”. Surge de cultivar cuatro capacidades humanas únicas, que nos diferencian del resto de los seres vivos:

El autoconocimiento, que nos permite observarnos, detectar patrones repetitivos y salir del piloto automático.

 La imaginación, que nos da la posibilidad de visualizar una vida distinta, más alineada con lo que realmente valoramos, en lugar de limitarnos a repetir lo aprendido.

La conciencia, esa brújula interna que nos ayuda a distinguir lo que está en sintonía con nuestros principios de lo que simplemente busca agradar o encajar. Es la fuerza que nos sostiene cuando hacer lo correcto no es lo más fácil ni lo más cómodo.

Y la voluntad independiente, la habilidad de actuar desde nuestras decisiones, en lugar de ser víctimas de las circunstancias o del entorno.

Estas capacidades no solo nos devuelven el poder sobre nuestra vida. También nos incomodan. Porque una vez que las activamos, ya no hay excusas, sabemos cuándo nos estamos traicionando.

Decimos que valoramos la honestidad. Que la empatía es importante. Pero muchas veces esos principios quedan en el discurso, no en los actos.

Ahí aparece la conciencia: nos señala la incoherencia. Pero no basta con verla. Necesitamos del autoconocimiento para reconocerla. De la imaginación para visualizar otra forma posible. Y de la voluntad para sostenerla, incluso cuando el entorno no ayuda. Si no, hacemos lo de siempre… Torcemos los valores. Los justificamos. Los acomodamos según convenga.

Y creemos que tener valores es mencionarlos, no vivirlos.

Así, en lo cotidiano, traicionamos lo que decimos ser… sin darnos cuenta de que, al hacerlo, también perdemos poder sobre nuestra propia vida.

Porque ese poder no se pierde de golpe: se diluye, poco a poco, en los lugares donde ponemos nuestra energía.

Una de las ideas más poderosas que plantea Covey —inspirada en la filosofía estoica— es la de los dos círculos en los que se mueve la energía de nuestra atención:

El Círculo de Preocupación: incluye todo aquello que te afecta pero que no podés controlar. El clima. La economía. La opinión de los demás. El pasado.

El Círculo de Influencia: es más pequeño al principio, pero contiene todo lo que sí está bajo tu control: tus pensamientos, tus hábitos, tu actitud, tus elecciones.

Las personas reactivas viven centradas en su círculo de preocupación. Se sienten víctimas de las circunstancias, como si su bienestar dependiera exclusivamente de lo que pasa afuera. Actúan, sí, pero muchas veces lo hacen impulsadas por el miedo, la necesidad de aprobación o la búsqueda de seguridad inmediata. No eligen un camino con claridad, sino que reaccionan a lo que aparece. Necesitan certezas, garantías externas, señales que les digan que todo va a estar bien… y mientras las esperan, se quejan, critican, se paralizan o explotan.

Las personas proactivas, en cambio, concentran su energía en el círculo de influencia. No porque ignoren lo que pasa afuera, sino porque eligen responder desde otro lugar. Tienen un fin en mente y, aunque el camino cambie o se complique, sostienen el rumbo. No se trata de controlarlo todo, sino de actuar donde sí pueden, desde quienes quieren ser.

Y ahí está lo transformador: ese círculo crece.

No por arte de magia, sino porque cuando dejás de gastar energía en lo que no podés cambiar, ganás claridad, foco y fuerza para actuar donde sí podés. Y cuanto más ejercés ese poder, más se expande tu capacidad de influencia. Porque desarrollarte internamente no solo te cambia a vos: también cambia el modo en que el mundo empieza a responderte.

Vivimos en una sociedad donde la queja sin propuestas es moneda corriente, y la responsabilidad, una carga que pocos quieren asumir. La falta de proactividad no es solo un problema personal: es una epidemia social que nos hunde en la mediocridad compartida... Porque no solo los que se rinden frenan su propio camino… también entorpecen el de quienes deciden avanzar.

Predomina una cultura del atajo, que prefiere justificarse antes que asumir, ampararse en lo que hacen los demás o escudarse en la idea de que nada depende de uno. Una cultura que sueña con grandes resultados, pero rechaza el esfuerzo sostenido, que quiere recibir sin dar, cobrar mucho y pagar poco. Y lo más grave: que ha perdido de vista su pertenencia a un todo. Donde cada quien se percibe como una pieza aislada, desligada de cualquier responsabilidad colectiva.

Falta conciencia global: ese entendimiento profundo de que nuestras elecciones no solo nos afectan a nosotros, sino que también modelan el entorno que compartimos. Una conciencia del contexto que suele activarse solo cuando el mundo nos incomoda o nos limita de forma personal. Pero rara vez viene acompañada de la responsabilidad de reconocer el impacto que nosotros mismos tenemos en él. Como si olvidáramos que ese contexto que tanto nos afecta es, en realidad, la suma de todo lo que cada uno pone —o deja de poner— en él.

La diferencia entre unos y otros no es el contexto: es el foco. Mientras unos esperan garantías, otros construyen resultados. Mientras unos se estancan en lo que no pueden controlar, otros crecen en lo que sí.

Las personas proactivas no niegan los obstáculos: los enfrentan. Saben que no todo depende de ellas, pero también tienen claro algo que muchos prefieren ignorar: que la única garantía que no falla es que, si no hacés nada por tus sueños, nunca los vas a alcanzar. No esperan condiciones ideales. No piden permiso. No culpan. Hacen. Y muchas veces, en ese hacer, tienen que esquivar no solo la adversidad, sino también a quienes —desde su propia reactividad— les ponen piedras en el camino.

Les llaman “iluminados”, “con suerte”, “privilegiados”. Pero lo que muchos llaman suerte no son estrellas que caen del cielo eligiendo a unos pocos: es el resultado de una mentalidad, de decisiones sostenidas, y del uso consciente de lo que sí se tiene.

Es asumir la libertad —a veces incómoda, pero siempre disponible— que existe entre lo que nos pasa y lo que elegimos hacer con eso. Y usar esa libertad para dejar de sobrevivir y empezar a elegir, para construir con intención la vida que deseamos, para dejar de ser espectadores y convertirnos en autores.



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