COMPROMETIDOS A MEDIAS... VALORES EN MODO AVION

 


No es lo que mostrás lo que importa. Es lo que honrás. Porque podés verte fuerte… pero sin valores, sos frágil.

Vivimos en la era de los mensajes sin leer, los “te aviso” eternos y las promesas hechas con tinta invisible. En este contexto, hablar de compromiso puede parecer casi poético… o directamente tragicómico.

 Tomemos un ejemplo real, reciente y dolorosamente ilustrativo. Hace poco contraté un servicio para reparar mi computadora. La promesa inicial era tentadora: sistema automatizado de retiro y entrega, seguimiento personalizado del estado, y una estimación de 48 horas (o 72 como mucho si era complicado conseguir el repuesto). A simple vista, una inversión tecnológica importante, un proceso pulido… Si eso venía acompañado por compromiso, ¿qué podía fallar?

Bueno, casi todo.

 La computadora pasó 48 horas completas en el centro de distribución antes de llegar al taller. Otras 48 para enviar el presupuesto. Otras 48 esperando el “supuesto” repuesto. Y 15 días después, todavía no tienen ni día ni franja horaria definida para devolvérmela. Eso sí, en cualquier momento puede caer el mail. Ese que me va a anunciar  que dentro de las próximas 48 horas (que ya aprendí que son metafóricas) me la devuelven.

Y ojo, no es que haya un problema de comunicación —eso sería fácil de resolver. El problema es más profundo: es un problema de compromiso. De ese que se sostiene con la palabra, no con excusas ni mensajes ambiguos que, lejos de dar certezas, te esclavizan a la espera.

Y no hablo solo de empresas. Pasa también con muchos que trabajan por su cuenta: plomeros, albañiles, pintores... En lo que respecta a mi experiencia, los que cumplIeron en tiempo y forma los cuento con una mano. Porque, al parecer, ser tu propio jefe significa que el tiempo de quien te contrata no vale nada. Como si trabajar por tu cuenta te diera el derecho de manejar la agenda del otro sin culpa ni disculpas.

Vivimos en una sociedad que repite hasta el hartazgo que hay que trabajar por motivación, no por castigo. Suena lindo, sí. Pero la realidad es que la mayoría no está preparada para eso. Sin un capataz con la fusta, los resultados saltan a la vista. Porque comprometerse de verdad requiere algo que no se enseña en ningún tutorial: integridad.

 Y cuando la tenés, no necesitás que nadie te controle. Porque una persona comprometida y responsable no cumple porque tenga miedo, sino porque su palabra vale. Porque uno es lo que hace cuando nadie lo está mirando.

Porque aunque muchos no lo crean, decir algo es declarar algo. Y no decir nada, bueno… es exactamente eso: no jugarte a nada. En coaching decimos que las declaraciones no son frases lindas para motivar: son actos que crean realidad. O la destruyen, cuando no se sostienen.

Una persona vale lo que vale su palabra. Y una empresa también. Si su palabra es liviana, volátil o selectivamente olvidadiza… bueno, ya sabemos cuánto vale.

Y no, no existe el compromiso a medias. O estás comprometido, o no lo estás. No hay punto intermedio. Siempre pueden surgir contratiempos —es parte de la vida—, pero los mensajes ambiguos, las llegadas tarde, el no comprometerte a tiempo con una tarea, el no respetar el tiempo y el espacio del otro… son reflejo directo del valor que te das a vos mismo. Porque no cumplir no solo habla de vos frente al otro, habla de vos con vos mismo. Y si no te importa tu propia palabra, ¿por qué esperás que le importe a alguien más?

Y lo más curioso es lo que viene después. Porque cuando, con todo el respeto y una pizca de ingenuidad, te animás a preguntar:

— ¿Pero no habías dicho que…?

— ¿No habíamos quedado en que…?

 La respuesta no solo es evasiva. A veces, es directamente ofensiva. ¡Se enojan! Como si poner en duda la palabra de alguien que no la cumple fuera una falta de respeto. Como si la confianza fuera un regalo incondicional y no algo que se gana, se construye y —sobre todo— se honra.

 Claro, porque es más fácil indignarse que hacerse cargo. Más cómodo ofenderse que comprometerse. Porque comprometerse, en serio, es incómodo: te obliga a mirar lo que dijiste y a sostenerlo. A generar certezas en el otro, no incertidumbres disfrazadas de “ya veremos”.

 Y mientras tanto, seguimos construyendo una sociedad donde todo se automatiza: procesos, respuestas, relaciones. Está buenísimo optimizar, claro. Pero si no hay un ser humano detrás que escuche, resuelva y se haga cargo, no sirve de nada. Cada vez más empresas te responden con un chatbot que no entiende lo que le estás preguntando y te deriva a otro chatbot más inútil todavía. Se llenan la boca hablando de experiencia del usuario, pero se olvidan de lo básico: la confianza se construye con presencia real, no con sistemas programados para esquivar el bardo.

Eso sí, una vez que termina tu odisea de no-respuesta, te mandan una encuesta de satisfacción. Múltiple choice. Objetiva. Fría. Y sin opción para poner:

 “El servicio fue una cagada, gracias por nada.”

Ni hablar si pretendés dejar un comentario libre. No hay campo de texto.

Porque lo importante no es tu experiencia: es que ellos puedan hacerte creer que te escucharon y les importa tu opinión. Aunque lo unico que les importa realmente es que pagues. 

Y entre automatización y automatización, te encontrás intentando recordar tu clave bancaria con mayúsculas, minúsculas, números, símbolos y un carácter de fantasía que solo usaste una vez en 2019. Frustrado, dándole a "¿olvidaste tu contraseña?" una vez más, y pensando que, más que complicarle la vida al hacker, me la complica a mí.

 Mientras tanto, el bombardeo sigue: la publicidad pelea por mi atención, me vende cursos de inteligencia artificial, nómadas digitales, trabajo remoto, independencia financiera, hábitos de alto rendimiento... pero de valores ya nadie habla.

Claro… de valores solo te hablan los que los meten en una caja.

Nike te vende “superación”, Coca-Cola “felicidad”, Apple “libertad” Los otros, los de verdad, los que no cotizan ni se escalan, esos brillan por su ausencia.

 Y ahí me pregunto: ¿qué clase de sociedad estamos construyendo?

Una donde sabemos programar inteligencias artificiales, pero olvidamos cómo sostener una promesa.

Una donde automatizamos procesos, pero deshumanizamos vínculos.

Una donde corremos detrás de mil formas de optimizar el tiempo, pero cada vez valoramos menos el tiempo del otro.

 Porque es asombroso todo lo que hemos logrado como especie desde que tallábamos piedras para sobrevivir: inventamos tecnología que vuela, cura, conecta. Satélites, autos que se manejan solos.

Pero en el intento de conquistar el futuro, pareciera que perdimos el corazón en el camino. Dejamos de lado lo más simple y valioso: la palabra, el respeto, la presencia, el compromiso.

Nos llenamos de herramientas que supuestamente nos acercan, pero estamos más distantes que nunca.

Porque la humanidad no se mide por lo que somos capaces de crear, sino por la conciencia que ponemos en lo que hacemos.

Esa chispa interna que nos permite darnos cuenta del impacto que tienen nuestras acciones —y nuestras omisiones— en los demás.

La conciencia de que nuestras palabras generan expectativas.

La conciencia de que el otro existe.

Y que comprometerse, cumplir, responder... no es solo eficiencia.

Es humanidad.

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